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Visita a La Habana en el verano de 2001
Desde lejos la magia de la dama embriaga a cualquiera que viene a visitarla. Sólo acercándose a esta belleza madura se le nota la decadencia. Algunos detalles aquí y allá recuerdan a la grandeza de tiempos pasados. Azulejos bellísimos en la entrada de una casa quebrada. Una ventana de cristales de hermosos colores encima de un portal roto. Pedazos de estuco en paredes de casas sucias y descuidadas.
De una casa sale una anciana y se queda parada en frente de mi, mirándome con sus ojos muy despiertos, sorprendida primero y aparentemente agradecida a la vez. Una niña viene a buscarla. Pero la vieja se sacude como un títere y me abraza con sus brazos delgados. Siento su piel vieja y arrugada como la de un reptil de tiempos remotos.

“Ella tiene 102 años ya y a veces no sabe lo que hace”, dice la ni_a disculpando.
“Déjenme”, murmura la anciana. “Que ya no me queda mucho tiempo con Ustedes. Déjenme por fin hacer lo que quiero.”
Nos despedimos y la vieja sonríe con sus ojos muy abiertos. Rubén Gonzáles dijo una vez: “Somos como la última chispa antes de que se apaga el fuego”.

Sin embargo, hay mucha vida en el Malecón. Aquí el fuego no se apaga nunca. Salsa y son suenan dondequiera y se vende cerveza y ron. Las olas se rompen en el fondo de la escena y la espuma juega con las rocas. Alguna gente se baña iluminados por los últimos rayos del sol, otros están sentados en la muralla, o bailan, toman ron, se divierten y se ríen. Aquí en este famoso paseo, donde en su tiempo ricas mujeres de los EEUU iban de compra, se vive la vida de día y de noche. En frente de estas casas casi rotas, que todavía se sostienen sólo con la ayuda de contrafuertes de madera. Aparecen casi surrealistas estos bastidores del escenario de la vida habanera.
Alquilamos una habitación cerca del Capitolio, donde una señora mayor de edad, llamada Berta nos quiere enseñar la habitación, en la que su hija Paula vivía antes de irse a Nueva York. Berta sube con nosotros la escalera, balanceando su gordura y hablando sin parar.
“Este sifón ya no funciona, porque los turistas me lo han maltratado. No sabían tirarlo suavemente y se me perdió muchísima agua. Por eso puse este cubo aquí en el baño. Bueno, todo les costaría 25 dólares por noche. Estamos aquí en el corazón de la ciudad y La Habana vieja está al doblar.”

La Habana Vieja
Una gran parte de La Habana vieja está restaurada. En el año 1982 la UNESCO declaró esta parte de la ciudad como Patrimonio Cultural Universal de la Humanidad. La Habana vieja parece una fruta hermosa y madura dentro de una canasta llena de frutas pasadas. Las fachadas de casas grandiosas lucen en colores radiantes. Bares, restaurantes y cafeterías en cada esquina, que le llevan a uno al ambiente de los años 20, 30 o 50 del siglo pasado.

Dondequiera tocan grupos de músicos para los extranjeros. Museos como la Casa de Simón Bolivar, el gran liberador de Latinoamerica, son preciosos ya tan sólo por su arquitectura. El amplio patio está rodeado de columnas y todo tipo de plantas tropicales. En uno de los arcos cuelga una jaula grande con dos loros. “Saben hablar”, dice una de las encargadas. Pero por el momento parece que no quieren hablar nada, es tiempo de siesta.
En la Plaza de la Catedral hay muchos turistas tomando el sol mientras que actores del teatro interpretan escenas de la leyendas de los orishas (los dioses del panteón yoruba). Una vieja vestida de rojo y blanco, los colores de Shangó (dios de los rayos y los truenos), está fumando un cigarro y leyendo la fortuna para mujeres extranjeras. Jóvenes ofrecen sus servicios de guía turística hablando inglés. Algunos preguntan directamente por dólares.
En una pequeña calle un hombre abre la puerta de una galería y nos invita a entrar y mirar sus obras de arte. Detrás de la puerta hay una escultura de un viejo apoyándose en un bastón, hecho de pedazos de madera. En sus muslos hay una calabaza para las ofrendas, cigarros y dólares. Un pequeño letrero dice: Pasado – presente – futuro.
“Este viejo lo he hecho pensando en nuestros antepasados”, explica Generoso. “Para nuestros antepasados africanos, que fueron secuestrados y llevados para acá para tener que vivir en esclavitud. Así que el viejo representa nuestro pasado y está sentado aquí para un mejor presente y un mejor futuro.” Generoso nos enseña sus cuadros y esculturas, que casi todos representan a los orishas. En primer lugar a la dulce Ochún, diosa del oro y del color amarillo, que no sabe ser fiel y que seduce a los hombres con su hermoso cuerpo, y que pide miel, cuando se necesitan sus servicios.
“Acabo de llegar de México, tuve una exposición allí y voy a viajar pronto a Alemania para otra exposición.” Generoso nos enseña la carta de invitación de la ciudad de Leipzig. “Pero vivo o mejor dicho sobrevivo vendiendo estas pequeñas esculturas”. Nos muestra sus esculturas en relieve, hecho de madera, que también representan escenas de la mitología yoruba. Generoso las vende por 5 dólares a turistas.

En la ‘verdadera’ Habana otra vez
Desde lejos suena música afrocubana por la calle. Cuando nos acercamos, vemos mucha gente en frente de una casa, en cuyo portal todavía hay un viejísimo letrero diciendo CINE. La gente está mirando por lo que era una ventana hacia adentro. En una sala, que parece haber sufrido un bombardeo, está tocando un grupo de músicos jóvenes con todo su alma y su vida. Como si fuera la última vez. Para oir este sonido uno tuviera que pagar mucho dinero en cualquier club de jazz en el mundo entero. Un sonido que atrae a la gente y que calienta los corazones, que en este momento suena más fuerte que la miseria, que corre por el cuerpo como oro líquido.

Al rato nos despejamos, volviendo al rumbo por La Habana, donde el calor y el aire sucio pesan sobre el pecho. Seguimos caminando por los callejones, que revelan sus secretos ofreciéndolos al visitante como fotos instantáneas de la vida cubana. En el piso de una sala está una niña acostada escuchando música, una vieja fumando su Cohiba está peinando la nieta, un hombre suelta su cinturón para darle a su hijo gritando, una pareja se está besando en la sombra de una entrada, un anciano en la mecedora se da aire con la Granma.

Despedida
En la estación de buses cerca del monumento heróico de Máximo Gómez, estamos esperando ‘la guagua’ (el bus) para turistas. El transporte cubano parece al sistema de la apartheid. Hay dos categorías: Cubanos y turistas. Para el cubano el transporte resulta muy difícil. Las guaguas públicas no llegan puntuales y siempre están sobrecargadas. Teóricamente, cualquier carro puede llevarle a uno, pero pocos lo hacen. Los taxis cuestan dinero, y aunque hay taxis por pesos cubanos, 10 pesos son 10 pesos, y el dinero es escaso. Los taxis cubanos oficialmente no son permitidos para el turista, y si uno llega a hacer un negocio en dólares, está poniendo tanta presión al taxista, porque éste va a tratar de buscar un camino por callejones muy escondidos para que ningún policía lo vea.

Y cuando llega el momento crítico, el taxista, desesperado ya, grita: “abajo!”, y el turista tiene que hacerse invisible. Porque para el turista hay taxis especiales a base de dólares. También buses especiales que suelen llegar puntualmente y que ofrecen todo tipo de lujo. Buses Mercedes Benz con aire acondicionado, televisión y asientos muy cómodos.

Pero en estos buses no se ven cubanos, porque les sería imposible pagar un precio en dólares con un sueldo de aproximadamente 10 a 15 dólares al mes. Solo la ida de La Habana a El Fraile (más o menos una hora en camino a Varadero) cuesta 6 dólares ya.

Hoy el bus para turistas no es puntual. Un hombre con una sola pierna y dos muletas se junta a nosotros y dice: “Parece haber un problema. Porque yo estoy aquí todos los días y siempre la guagua viene a las 4 en punto. Si hoy no viene, hay un problema”. Seguimos esperando mientras que Ernesto cuenta: “Yo ya no puedo trabajar. Perdí mi pierna en Angola en el año 1977, cuando estaba jóven. Hubo una explosión de un tanque y yo sobreviví. Fue un milagro, pero sobreviví. Pero yo soy hijo de Eleguá (dios de los caminos, dueño de las encrucijadas y guardián de las puertas) y Eleguá está conmigo. Mañana voy a cumplir 48 años. Y hoy, hoy estoy buscando a alguien quien me podría facilitar 2 dólares para poder tomarme unas cervezas mañana en el Malecón”. Una sonrisa pícara aparece en la cara simpática de este ex- héroe. Cuando el bus aparece casi una hora más tarde - dizque no había ningún problema -, nos despedimos. Ernesto da el adiós con una de sus muletas parado ahí en el pie de aquel monumento heróico.

Texto + Fotos: Sabine Weise


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