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Y rezando, en una toma más oscura que la tuya, pidiendo quién sabe si más días de la semana al Hermano Pedro de Betancourt. Tengo otra que no vi en las que me mostraste: el sencillo de Alberto comiendo jocotes verdes con limón en la Calle Ancha de los Herreros.
-¿Fueron alguna vez a Copán? Preguntó Beatriz.
-¡Claro! contestó Magdalena.
Lindo, ¿verdad? dijo Beatriz.
¡Precioso! continuó Magdalena Alberto decía que era la Alejandría del Nuevo Mundo y se quedaba mudo frente al campo del Juego de Pelota...
¡No sigas, Magdalena, por favor... que me parece estar viviendo como dentro de un espejo!... ¿Será que todos los espejos dicen la verdad?
La memoria de Beatriz convocó los recuerdos de sus días más felices con el coronel y las noches familiares de los viernes en que cenaban con sus hijos y hacían los planes del paseo de fin de semana. La sobremesa terminaba con la orden de romper filas, cuando el coronel se ponía de pie y tomaba de la mano a su mujer. Luego cerraba las cortinas del dormitorio y se tiraba sobre la almohada para que su esposa le desabrochara la camisa. Recostada sobre su pecho, Beatriz escuchaba extasiada historias militares de todos los tiempos, mientras él se inclinaba sobre ella, jugaba con su larga cabellera negra y soltaba las lazas de su camisón de seda para acariciar libremente su cuerpo ansioso con la punta de los dedos.
Durandal se llamaba la espada mitológica de Roldán le había contado el coronel en el último aniversario de bodas. Con ella dirigió la batalla en que al frente de la retaguardia de Carlomagno dio muerte a cien mil soldados musulmanes. Finalmente murió por una traición, como me puede pasar a mí cualquier día...
No digas eso ni en broma, mi amor, que ese día me muero contigo interrumpió la hermosa trigueña enamorada. Y luego continuó: ¿Era una espada como Escalibur?
Sí, mi cielo, era un arma sobrenatural que según la leyenda tenía en su empuñadura un hilo del manto de la Virgen María, una pieza de la dentadura de san Pedro y una gota de la sangre sagrada de san Basilio.
¿Del manto de la Madre de Dios, mi comandante?
Del regazo donde lloraba Jesucristo, mi vida.
Así le hablaba de las intrigas y los amores de la guerra de Troya; de Leónidas, Rey de Esparta, y su heroica defensa de la democracia clásica en el Paso de las Termópilas, peleando con siete mil hombres contra trescientos mil soldados persas; de las luchas de Alejandro Magno por unificar la antigua Grecia peleando como infante frente a las murallas enemigas; de la dramática resistencia judía en Masada, donde novecientos sesenta judíos se suicidaron antes que rendirse a la Décima Legión del ejército romano; de Gengis Kan, el líder militar que llegó a ser llamado Gobernante Universal y de los vastos territorios conquistados por el mayor ejército de caballería de la Edad Media...
Beatriz se encargaba de que los relatos siempre quedaran inconclusos. Por el tono de voz del coronel, adivinaba con absoluta precisión el momento en que el whisky había hecho su trabajo, para lanzarse a la invasión que comenzaba minando a besos la extensión total de su amado territorio. Beatriz utilizaba entonces todos los recursos de su contundente armamento femenino hasta atraparlo en su húmedo follaje y finalizar la campaña al sentirlo caer rendido, conquistado, callado e indefenso, con su cabeza colocada como trofeo de guerra sobre la tibia región de sus montañas.
Tesoro, eres más mujer que Lady Constance le susurró al oído el coronel, ya fuera de peligro, una noche en que caía una recia tormenta.
¿Lady Constance, amor? ¿Era alguna guerrera de los tiempos de Juana de Arco? preguntó Beatriz sonriendo satisfecha su victoria.
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