caiman.de septiembre - 2001

Amor entre máscaras

Joaquín Fernández

Las dos mujeres lloraban inconsolablemente en la capilla ardiente instalada por los compañeros oficiales del coronel Alberto Pereira en el Jardín de los Héroes del Comando Supremo de las Fuerzas Armadas. Beatriz, la mayor de las dos, no dejó de observar a Magdalena hasta que logró que ambas cruzaran la mirada.
Magdalena estaba sentada, recibiendo pésames tomada de la mano de sus hijos. Cuando se levantó para abrazar a Rosita Moncada, su vecina desde la infancia, se encontró a Beatriz parada justo a la par de ella.
–¿Cómo te atreves a estar aquí? –le dijo Beatriz agresivamente–. No hubiera querido volver a verte nunca y menos en este momento tan doloroso para mí.
–¡Baja la voz, Beatriz..! –respondió Magdalena acercándose a ella–. Mucho puede dolerme todo lo que me hiciste, pero ya no estamos para escándalos a estas alturas.
Su tono firme y sereno pareció dominar a Beatriz, que se quedó callada, con la mirada triste y los ojos golpeados por el llanto.
–Apartémonos un momento –continuó Magdalena, tomándola del brazo–. Discúlpame, Rosita... tenemos cosas que hablar con Beatriz.
Hacía un calor insoportable en la plaza central del Cuartel General. Caminaron juntas entre las imponentes estatuas que bordean la fuente hasta llegar al Corredor de la Independencia, adornado con cañones coloniales, arcabuces y sables de artillería.
–Un monumento así es lo que se merece Alberto –dijo Beatriz, rompiendo aquellos largos minutos de silencio.
Magdalena no respondió. Se detuvieron frente al amplio salón de juego de los oficiales, donde un grupo de cadetes limpiaba sus insignias. Inmediatamente, los jóvenes militares se pusieron de pie y les cedieron sus asientos.
–Es hora de que me dejes en paz, Magdalena –comenzó Beatriz-. Alberto ya está muerto. Déjame sola con él. No pretendas que también lo comparta contigo hasta en la propia puerta de su sepulcro.
Beatriz había sido novia de Alberto desde los diecinueve años. Era una guapa trigueña de ojos color almendra, con medidas perfectas realzadas por sus escotes y faldas ajustadas. A juzgar por los temas de las canciones que le dedicaban sus numerosos pretendientes en las serenatas que nunca le faltaron, el principal atractivo era su brillante cabellera negra, cuyos rizos le caían libres hasta la mitad de la espalda. Sorda a las tentaciones y firme antes las mil y una argucias que varios se ingeniaron para conquistarla, Beatriz esperó a Alberto los tres años y medio de su carrera militar en Argentina, sólo para que al regresar la dejara por una hermosa venezolana de piernas largas que tenía la gracia de cantar, tocar la guitarra y recitar poemas de memoria.
–No le duró esa mujercita. Alberto era mío y lo amé sin límites, sin condiciones, con sus virtudes y sus defectos –recordaba Beatriz clavada en su nostalgia–. Me le entregué cuando tú todavía jugabas con muñecas, Magdalena. Fue mi hombre, mi amigo, mi compañero, mi héroe... no sé cómo podré vivir sin él.
Magdalena seguía escuchando.
–Luego creciste –continuó Beatriz- y por supuesto que no te pudiste fijar en otro hombre, como si Alberto fuera el único en el mundo. Lo intentaste todo hasta que llegó el día en que terminaste siendo su amante.
–Nunca fui su amante, Beatriz –dijo Magdalena rompiendo su silencio.
–No me digas que fuiste su lover, su affaire, o como sea que llamen ahora a los segundos frentes esas revisas pendejas –contestó Beatriz más acalorada.
–Talvez no conoces mi nombre completo, Beatriz.
–María Magdalena González... ¡Cómo no lo voy a saber si vivimos tantos años en la misma colonia!
–Olvídate del González. Y del Rivera. Desde hace varios años mi nombre completo es María Magdalena de Pereira –le contestó al vuelo, pronunciando despacito sus palabras.
–Serás de Pereira en tus sueños –dijo Beatriz alzando la voz–. Sólo yo, que soy su esposa, tengo el derecho de llevar el apellido de mi marido. Mujeres como tú, Magdita, tuvo como veinte Alberto. Allá en la capilla debe haber varias moscas muertas que pasaron por sus armas, y bien calladito se lo tienen.
Habría tenido Magdalena unos dieciocho años cuando se fue con su familia a vivir a San Ignacio, un pequeño pueblo situado a sólo una hora de la gran ciudad. Sus padres, los dos, perdieron su empleo con el cambio de gobierno. Desesperados por la situación, decidieron ganarse la vida cultivando un pequeño terreno que el hermano de doña Chela, la madre de Magdalena, les regaló cuando por fin consiguió legalizarse en California. Magdalena se adaptó maravillosamente a su nueva vida en la campiña. La disciplina diaria de sembrar la tierra, cortar leña y lavar en el río la habían convertido en una mujer muy hermosa. No había hombre que no se detuviera a admirar su piel bronceada y su cuerpo esbelto forjado de sol a sol en el duro trabajo cotidiano.
Al final de una tarde lluviosa de septiembre, Magdalena y sus padres hacían arreglos de flores mientras esperaban que hirvieran las ollas del atol y los tamales. Un jeep se estacionó en la vereda y de él se bajaron varios hombres vestidos de verde. El más alto de todos ellos comenzó a caminar hasta la casa.
–¡Magdalena, doña Chela, don Ricardo..! –gritó desde lejos aquel hombre empapado por la lluvia.
–¡Es Alberto! –gritó Magdalena soltando las tijeras de podar y corriendo a encontrarle. El coronel la cargó en sus brazos y así entraron juntos a la casa.
–¡Por el amor de Dios, Albertito, qué guapo estás! ¡Cuántos años sin verte! ¿Qué tal está tu mamá..? –dijo emocionada doña Chela.
–Todo bien, por la gracia de Dios, doña Chela. ¡Qué bien se ve usted, Don Ricardo!
Comieron juntos y conversaron largamente hasta bien entrada la noche. Les contó que no se había casado. Que estaba dedicado en cuerpo y alma a la lucha para salvar a la patria de las fuerzas guerrilleras invasoras. Desde aquella tarde el coronel comenzó a llegar religiosamente todos los lunes y ya se contaba con él para las tareas de la finca. Casi siempre se ponía a trabajar en los sembradíos de hortalizas junto a cuadrillas enteras de soldados y Magdalena tenía a sus órdenes un camión del ejército para acarrear tierra negra o cualquier otra cosa que fuera necesaria. Al final de la jornada, Doña Chela les preparaba huevos de amor con cuajada fresca y frijolitos, bañados con una salsa ranchera que para el coronel era la mejor del mundo.
–Eres más bella que Hester –dijo una tarde el coronel a Magdalena en la aireada soledad de los pinares, mientras se inclinaba para besarla por primera vez.
–¿Quién es Hester, mi coronel? –preguntó la hermosa vaquera de San Ignacio.
–Demi Moore, princesa. Esa gringa monumental que hace el papel de Hester Prynne en La Letra Escarlata, una película que trata de una historia de amor del siglo XIX. Conseguiré la película para que la veamos una noche.
–¿Sabe una cosa, mi coronel? –susurró Magdalena
–No, mi amor, dime... ¿Algún secreto? –preguntó ansioso.
–Creo que ya no es un secreto... Veo en tus ojos que adivinas lo que quiero decirte: ¡Hester te adora, Alberto! –dijo radiante Magdalena, cerrando los ojos y saboreando sus palabras con una sonrisa que arrancaba desde el alma.
Poco después de las seis de la tarde regresaron al rancho y encontraron a doña Chela remendando ropa sentada en su mecedora. Don Ricardo dormía a pierna suelta tirado boca arriba sobre una hamaca.
–Doña Chela, despierte a Don Ricardo –dijo el coronel–. Juan Alberto Pereira está aquí para decirles que quiere a su hija como esposa...
–Nos casamos en la iglesia de San Ignacio –dijo Magdalena mirando fijamente a Beatriz–. Desde entonces, y para siempre, soy la orgullosa señora de Pereira.
–Pues debes estar hablando de algún otro Pereira –respondió Beatriz–. Mi matrimonio con Alberto fue en la iglesia de La Divina Providencia un veinticuatro de mayo. Este año celebramos nuestro cuarto aniversario.
–Pues entonces eres un poquito más esposa que yo, porque nos casamos exactamente ocho días después, un maravilloso primero de junio a las siete de la noche –contestó Magdalena.
-¿Ocho días después? ¡Pero qué cosas dices! ¡Si fue cuando lo emboscaron en las montañas de San Juan..! –Respondió enérgicamente Beatriz–. Recuerdo como hoy que el fin de semana después de que nos casamos no pudo regresar a casa porque el famoso comandante Damián descubrió sus posiciones de avanzada. Alberto estaba seguro de que tenían un traidor infiltrado en sus filas. Hablando de prisa y con la voz entrecortada, me dijo que tenían un Plan B para escapar por una ruta alterna pero que debían esconderse por los menos tres días para despistar a las fuerzas enemigas. Rezamos la noche entera en la calle con todo el vecindario y bajé a todos los santos pidiendo no quedarme viuda tan pronto, después de haber soñado tanto tiempo con ser la esposa del hombre de mi vida.
–Pues mira tú que esa misma emboscada la sufrí unos días antes de casarnos, justo en los días de tu supuesta luna de miel... –respondió extrañada Magdalena–. El fin de semana anterior a nuestra boda religiosa me llamó para decirme que se había llevado el susto de su vida en las afueras del Ceibal y que estarían aislados varios días porque habían perdido en la batalla todos los instrumentos de comunicación. Para colmo, por instrucciones de Médicos Sin Fronteras, creo que así me dijo, tuvieron que suspender el operativo para atender a los heridos en un lugar rodeado de guerrilleros, hasta que la fuerza aérea pudo abrirse paso para evacuarlos en medio de las balas. Y debe ser cierto, porque cuando creía que me quedaba con los colochos hechos, el día de nuestra boda a las cuatro de la tarde un helicóptero armó una gigantesca polvareda en la cancha de fútbol de la alcaldía de San Ignacio: era Alberto quien llegaba del Ceibal sano y salvo, con un enorme ramo de rosas para mí. Aquel abrazo bajo los retumbos de las hélices me hizo sentir la mujer más dichosa sobre la tierra.
–¡Por el amor de Dios! –interrumpió sobresaltada Beatriz–: ¡Si vivía conmigo en nuestro hogar..! ¡Sólo se iba de lunes a jueves a dirigir los combates contra la guerrilla..!
–Pues a mí me decía que salía a combatir los viernes... Regresaba a nuestra casa todos los lunes por la mañana –salió al paso Magdalena.
–¡Magdalena, no seas ilógica..! ¿Quién paró entonces las hordas invasoras en el norte del país? ¡Fue Alberto! El pobre llegaba cansadísimo los viernes y se daba un baño con agua caliente mientras yo le cocinaba su cenita y le ponía música para que mi héroe se relajara...
–¿Costillas a las brasas, por casualidad? –preguntó Magdalena–.
–¡Sí, con salsa barbacoa! –respondió de inmediato Beatriz.
–Ese era nuestro almuerzo de los lunes... –dijo Magdalena.
–¿Quéeee? ¡Esa era nuestra cena de los viernes! –contestó Beatriz llevándose las manos a la cabeza.
En el Corredor de la Independencia sólo estaban estas dos mujeres que se miraban la una a la otra como petrificadas por aquella mezcla de orgullos y de asombros.
–¡Esto no puede ser! –gritó Beatriz, que todo esto se había fumado medio paquete de cigarrillos–. ¡Hay papeles, hay abogados, hay reglas de la religión..!
–¡Ay, Beatriz..! Debe ser esas cosas por las que Alberto se la pasaba cantando si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida... ¡Mejor me río! –Dijo Magdalena, abanicando con la mano abierta las densas bocanadas de humo.
-Si nos dejan, nos vamos a un lugar cerca del cielo.. ¡De todo lo demás nos olvidamos..! –Continuó Beatriz, recordando furiosa el estribillo de la canción favorita del coronel. Pero con todo y la rabia que sentía, aún guardaba la esperanza de que todo aquello fuera la continuación de la larga pesadilla que había comenzado con la muerte sorpresiva de su comandante en jefe. Con el propósito de callar de una vez por todas a esa otra más que tenía enfrente y demostrarle quién daba las órdenes en el regimiento, sacó de su cartera un sobre con las fotografías de su último viaje familiar a La Antigua Guatemala para fulminarla con veintitrés tomas a todo color de un rollo de treinta y seis. En una posaba su coronel con los niños frente al edificio de la Capitanía General. En otra, su marido estaba sentado frente a una tortilla con chorizo y un cerro de cebollines en la mesa No. 16 de la Fonda de la Calle Real. Como naipes que se sabían con mano ganadora, Beatriz fue tirando sobre la mesa una por una aquellas fotos en las que su esposo la abrazaba amorosamente en el atrio de la iglesia de La Merced; feliz y sin uniforme comiendo algodones de azúcar jugando con sus hijos en una lancha rodeada de patitos blancos en Los Aposentos; hincado en medio de cientos de velitas orando sobre la tumba del Hermano Pedro de Betancourt...
–¡Ya basta, Beatriz..! –dijo indignada Magdalena–. ¿De cuándo son esas fotos?
–De esta Semana Santa, cuando por primera vez en años estuvo conmigo siete días seguidos –contestó triunfadora Beatriz.
–¡Qué bárbaro Alberto..! –dijo triste Magdalena–. Lo que más me dolió es haber visto esa foto en la Casa Santo Domingo, sonriendo como un imbécil con su gorra azul de Telefónica. Fue en ese hotel tan hermoso donde frente al fuego de la chimenea me dijo que le encantaba estar allí conmigo porque se sentía como transportado a otro tiempo. Ahora veo a qué se refería... ¿Estás segura de que fue en esta Semana Santa?
–Tan segura como que me llamo Beatriz de Pereira. Las fotos que ya no quisiste ver son de la Procesión del Santo Entierro...
-¡¡¡Ah... con razón!!! –cayó en la cuenta Magdalena–. El Lunes Santo me llamó a media mañana para decirme que otra vez el traidor le había soplado al comandante Damián su posición en la montaña, pero que estaban preparados para ésa y mil eventualidades más. Me pidió que orara con nuestros hijos porque hasta dentro de tres días alcanzarían a llegar los refuerzos de infantería para contener las columnas guerrilleras. Me dijo también que no podría llamarme porque la frecuencia de las comunicaciones estaba interceptada, pero que lo haría tan pronto como lograran cambiar códigos y claves. Pero dejemos eso, Beatriz, yo también tengo mis fotos en la Antigua...
–¡Todo el mundo ha ido a La Antigua, Magdalena! –dijo Beatriz con sarcasmo.
–Alberto nos llevó con mis hijos la primera semana de enero... –respondió muy segura Magdalena.
-¡No seas mentirosa, Magdalena! –respondió Beatriz, mientras encendía nerviosamente otro cigarrillo–: En la primera semana de enero Alberto estuvo a un paso de terminar la guerra. Me llamó para contarme que su comando había acabado finalmente con la retaguardia de Damián, pero todo se les complicó cuando estaban a sólo cincuenta metros del nido de los guerrilleros, porque un gringo con un español pateado les ordenó retroceder y abortar inexplicablemente el operativo victorioso.
–¿Recuerdas la fecha? –preguntó Magdalena, mirando fijamente a Beatriz, como para captar en sus gestos hasta la más sutil de las señales inconscientes.
–Martes cuatro de enero a la una de la tarde. Mis hijos y yo rezábamos juntos de rodillas –respondió Beatriz sin inmutarse.
–Pues el martes cuatro de enero de este año, que ahora me parece el más largo del siglo, estábamos almorzando con Alberto en la Fonda de la Calle Real –recordó tranquila Magdalena–. Sentados en la mesa No. 16, me contaba que el martes es el día del Dios de la Guerra. Había ordenado una tortilla con chorizo igualita a la de tu fotografía y otro cerro de cebollines. Cuando quieras te muestro las fotos, las mismas que conoces, con mis hijos frente al edificio de la Capitanía General, abrazando a mi marido en la entrada de la iglesia de la Merced, con mis hijos jugando con los mismos patitos blancos en Los Aposentos. Y rezando, en una toma más oscura que la tuya, pidiendo quién sabe si más días de la semana al Hermano Pedro de Betancourt. Tengo otra que no vi en las que me mostraste: el sencillo de Alberto comiendo jocotes verdes con limón en la Calle Ancha de los Herreros.
-¿Fueron alguna vez a Copán? –Preguntó Beatriz.
-¡Claro! –contestó Magdalena.
–Lindo, ¿verdad? –dijo Beatriz.
–¡Precioso! –continuó Magdalena– Alberto decía que era la Alejandría del Nuevo Mundo y se quedaba mudo frente al campo del Juego de Pelota...
–¡No sigas, Magdalena, por favor... que me parece estar viviendo como dentro de un espejo!... ¿Será que todos los espejos dicen la verdad?
La memoria de Beatriz convocó los recuerdos de sus días más felices con el coronel y las noches familiares de los viernes en que cenaban con sus hijos y hacían los planes del paseo de fin de semana. La sobremesa terminaba con la orden de romper filas, cuando el coronel se ponía de pie y tomaba de la mano a su mujer. Luego cerraba las cortinas del dormitorio y se tiraba sobre la almohada para que su esposa le desabrochara la camisa. Recostada sobre su pecho, Beatriz escuchaba extasiada historias militares de todos los tiempos, mientras él se inclinaba sobre ella, jugaba con su larga cabellera negra y soltaba las lazas de su camisón de seda para acariciar libremente su cuerpo ansioso con la punta de los dedos.
–Durandal se llamaba la espada mitológica de Roldán –le había contado el coronel en el último aniversario de bodas–. Con ella dirigió la batalla en que al frente de la retaguardia de Carlomagno dio muerte a cien mil soldados musulmanes. Finalmente murió por una traición, como me puede pasar a mí cualquier día...
–No digas eso ni en broma, mi amor, que ese día me muero contigo –interrumpió la hermosa trigueña enamorada. Y luego continuó–: ¿Era una espada como Escalibur?
–Sí, mi cielo, era un arma sobrenatural que según la leyenda tenía en su empuñadura un hilo del manto de la Virgen María, una pieza de la dentadura de san Pedro y una gota de la sangre sagrada de san Basilio.
–¿Del manto de la Madre de Dios, mi comandante?
–Del regazo donde lloraba Jesucristo, mi vida.
Así le hablaba de las intrigas y los amores de la guerra de Troya; de Leónidas, Rey de Esparta, y su heroica defensa de la democracia clásica en el Paso de las Termópilas, peleando con siete mil hombres contra trescientos mil soldados persas; de las luchas de Alejandro Magno por unificar la antigua Grecia peleando como infante frente a las murallas enemigas; de la dramática resistencia judía en Masada, donde novecientos sesenta judíos se suicidaron antes que rendirse a la Décima Legión del ejército romano; de Gengis Kan, el líder militar que llegó a ser llamado Gobernante Universal y de los vastos territorios conquistados por el mayor ejército de caballería de la Edad Media...
Beatriz se encargaba de que los relatos siempre quedaran inconclusos. Por el tono de voz del coronel, adivinaba con absoluta precisión el momento en que el whisky había hecho su trabajo, para lanzarse a la invasión que comenzaba minando a besos la extensión total de su amado territorio. Beatriz utilizaba entonces todos los recursos de su contundente armamento femenino hasta atraparlo en su húmedo follaje y finalizar la campaña al sentirlo caer rendido, conquistado, callado e indefenso, con su cabeza colocada como trofeo de guerra sobre la tibia región de sus montañas.
–Tesoro, eres más mujer que Lady Constance –le susurró al oído el coronel, ya fuera de peligro, una noche en que caía una recia tormenta.
–¿Lady Constance, amor? ¿Era alguna guerrera de los tiempos de Juana de Arco? –preguntó Beatriz sonriendo satisfecha su victoria.
–¡No, princesa..! Lady Constance es Sylvia Kristel –contestó el coronel acariciándole la cadera–, la actriz preciosa que hace el papel principal en El Amante de Lady Chatterley, una película que cuenta una historia de amor del siglo pasado. Conseguiré la película para que la veamos una noche.
–Mi amor, termina por fin esta guerra para que me dediques todos los días de tu vida –suplicaba Beatriz al fatigado coronel desnudo.
–Amor, la lucha es larga. El enemigo es fuerte, pero sobran, como ves, los días para amarnos. A lo mejor hasta me toca estar más tiempo en los operativos –dijo el coronel antes de voltearse y caer dormido.
La gente se agrupó en la capilla cuando el Capellán Militar se paró frente al ataúd y dibujó varias cruces grandes en el aire, mientras rociaba agua bendita sobre el féretro cubierto con la bandera nacional, ya colocado en la entrada de la cripta. Las señoras de Pereira regresaron juntas y, ante la sorpresa de todos, se sentaron a la par. A Rosita Moncada se le enredó el rosario mientras se tronaba los dedos y sudaba a mares, más por la ansiedad de las noticias de su amiga que por el calor sofocante de la tarde del funeral.
–Sólo dime una cosa –preguntó quedito Beatriz, cuando el capellán estaba a punto de comenzar el oficio religioso–: ¿Dónde te llevó para las fiestas del Día del Soldado?
–No estuvo conmigo esa semana –le contestó al oído Magdalena–. Y últimamente me había estado diciendo que tendría que pasar más tiempo en los operativos...
–Pues conmigo tampoco estuvo en esos días... –dijo Beatriz, interrumpiendo obligada la conversación cuando la gente se puso de pie para iniciar la misa.
–Oremos –dijo el sacerdote–. Estamos aquí reunidos en ocasión de la despedida dolorosa de mi coronel Alberto Pereira, a quien el Señor ha llamado a contemplar la gloriosa luz de Su rostro. Ejemplar caballero de las armas y distinguido hombre de familia, su misión es ahora cumplir la voluntad del Todopoderoso, aunque a todos nosotros nos duela en el alma su partida repentina. La patria tiene una deuda impagable con el fiel combatiente que fue mi coronel. Hombre temeroso de Dios, tuvo que abandonar hace cinco años los campos de batalla, cuando se lesionó para siempre la columna vertebral mientras construía una barricada para defender a sus soldados de un cobarde ataque de las fuerzas antidemocráticas entrenadas en Cuba con el apoyo infame de sus socios revolucionarios. Fue así que con el dolor de su alma tuvo que aceptar el retiro anticipado, pero los altos jefes del Comando Supremo tuvieron la visión de nombrarlo asesor vitalicio, para nutrirse con la sabiduría de un auténtico héroe de la patria. Como soldado disciplinado que era, se presentaba todos los lunes, de las 9 a las 11 horas, a conocer los partes de la guerra y a compartir los elevados quilates de su valiosísima formación militar en grandes universidades extranjeras. Si vamos a ganar la guerra contra la infamia del totalitarismo, es por la sangre inmortal de hombres como el coronel Juan Alberto Pereira...
Trompetas y tambores hacían más dramática la solemne ceremonia. El capellán elevó el tono de su voz y la multitud emocionada se puso de pie hasta que el Jardín de los Héroes estalló en vítores para el coronel. Cuando se hizo de nuevo el silencio, el sacerdote continuó:
–...hasta que un misil asesino derribó el helicóptero al que se había subido por primera vez en años, siguiendo su vocación de combatiente y con la valentía de haberlo hecho sin permiso de su doctor. ¡Señor, recibe en Tu gloria a mi coronel!...
En la delegación de Venezuela, una señora de bronceadas piernas largas también lloraba sin consuelo. Decía entre sollozos que nunca se imaginó que Dios pudiera haber permitido una tragedia semejante, después de haber tenido al coronel tan lleno de vida en las vacaciones del Día del Soldado. Recordaba su energía cuando navegaron horas y horas en las aguas turbulentas del Orinoco y el entusiasmo con que buscaba fotografiar caimanes en el Parque Nacional de Canaima.
–Nunca olvidaré su pasión al hablar de la estrategia magistral del Libertador para sofocar las sublevaciones de su guarnición –decía entre lágrimas la señora–. Y me llevaré a la tumba el recuerdo de Alberto recitando de memoria los más encendidos párrafos de la Proclama de Guerra a la Muerte, con los brazos extendidos y la mirada puesta en el cielo, frente a aquellas alturas impresionantes de las cataratas del Salto Angel...
Sordas salvas de cañón terminaron lentamente la emotiva ceremonia. Entonces, la señora alcanzó la guitarra que tenía apoyada sobre una silla plegable, se tomó todo su tiempo para sacarla de su estuche y comenzó a cantar como despegada del mundo.
Todos voltearon a ver a aquella señora vestida de luto riguroso. Cuando terminó de cantar, se puso de pie, colocó la guitarra frente a ella y descansó sus dos manos sobre el instrumento. Tomó aliento. Rompió de nuevo en llanto. Estaba por decir algo, su mirada perdida en dirección a la cripta.
Se sintió más calurosa la tarde en aquel instante, pero nadie pronunció palabra ni se movió de su lugar. Nadie, a excepción de Beatriz y Magdalena, que escoltadas por un grupo de impecables edecanes se perdieron de vista al doblar la esquina del Paseo de la Marina Nacional.

Texto: joaquin fernandez