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caiman.de septiembre - 2001
el salvador


–Olvídate del González. Y del Rivera. Desde hace varios años mi nombre completo es María Magdalena de Pereira –le contestó al vuelo, pronunciando despacito sus palabras.
–Serás de Pereira en tus sueños –dijo Beatriz alzando la voz–. Sólo yo, que soy su esposa, tengo el derecho de llevar el apellido de mi marido. Mujeres como tú, Magdita, tuvo como veinte Alberto. Allá en la capilla debe haber varias moscas muertas que pasaron por sus armas, y bien calladito se lo tienen.
Habría tenido Magdalena unos dieciocho años cuando se fue con su familia a vivir a San Ignacio, un pequeño pueblo situado a sólo una hora de la gran ciudad. Sus padres, los dos, perdieron su empleo con el cambio de gobierno. Desesperados por la situación, decidieron ganarse la vida cultivando un pequeño terreno que el hermano de doña Chela, la madre de Magdalena, les regaló cuando por fin consiguió legalizarse en California. Magdalena se adaptó maravillosamente a su nueva vida en la campiña. La disciplina diaria de sembrar la tierra, cortar leña y lavar en el río la habían convertido en una mujer muy hermosa. No había hombre que no se detuviera a admirar su piel bronceada y su cuerpo esbelto forjado de sol a sol en el duro trabajo cotidiano.
Al final de una tarde lluviosa de septiembre, Magdalena y sus padres hacían arreglos de flores mientras esperaban que hirvieran las ollas del atol y los tamales. Un jeep se estacionó en la vereda y de él se bajaron varios hombres vestidos de verde. El más alto de todos ellos comenzó a caminar hasta la casa.
–¡Magdalena, doña Chela, don Ricardo..! –gritó desde lejos aquel hombre empapado por la lluvia.
–¡Es Alberto! –gritó Magdalena soltando las tijeras de podar y corriendo a encontrarle. El coronel la cargó en sus brazos y así entraron juntos a la casa.
–¡Por el amor de Dios, Albertito, qué guapo estás! ¡Cuántos años sin verte! ¿Qué tal está tu mamá..? –dijo emocionada doña Chela.
–Todo bien, por la gracia de Dios, doña Chela. ¡Qué bien se ve usted, Don Ricardo!
Comieron juntos y conversaron largamente hasta bien entrada la noche. Les contó que no se había casado. Que estaba dedicado en cuerpo y alma a la lucha para salvar a la patria de las fuerzas guerrilleras invasoras. Desde aquella tarde el coronel comenzó a llegar religiosamente todos los lunes y ya se contaba con él para las tareas de la finca. Casi siempre se ponía a trabajar en los sembradíos de hortalizas junto a cuadrillas enteras de soldados y Magdalena tenía a sus órdenes un camión del ejército para acarrear tierra negra o cualquier otra cosa que fuera necesaria. Al final de la jornada, Doña Chela les preparaba huevos de amor con cuajada fresca y frijolitos, bañados con una salsa ranchera que para el coronel era la mejor del mundo.
–Eres más bella que Hester –dijo una tarde el coronel a Magdalena en la aireada soledad de los pinares, mientras se inclinaba para besarla por primera vez.
–¿Quién es Hester, mi coronel? –preguntó la hermosa vaquera de San Ignacio.
–Demi Moore, princesa. Esa gringa monumental que hace el papel de Hester Prynne en La Letra Escarlata, una película que trata de una historia de amor del siglo XIX. Conseguiré la película para que la veamos una noche.
–¿Sabe una cosa, mi coronel? –susurró Magdalena
–No, mi amor, dime... ¿Algún secreto? –preguntó ansioso.
–Creo que ya no es un secreto... Veo en tus ojos que adivinas lo que quiero decirte: ¡Hester te adora, Alberto! –dijo radiante Magdalena, cerrando los ojos y saboreando sus palabras con una sonrisa que arrancaba desde el alma.
Poco después de las seis de la tarde regresaron al rancho y encontraron a doña Chela remendando ropa sentada en su mecedora. Don Ricardo dormía a pierna suelta tirado boca arriba sobre una hamaca.
–Doña Chela, despierte a Don Ricardo –dijo el coronel–. Juan Alberto Pereira está aquí para decirles que quiere a su hija como esposa...

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