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caiman.de septiembre - 2001
el salvador


Las dos mujeres lloraban inconsolablemente en la capilla ardiente instalada por los compañeros oficiales del coronel Alberto Pereira en el Jardín de los Héroes del Comando Supremo de las Fuerzas Armadas. Beatriz, la mayor de las dos, no dejó de observar a Magdalena hasta que logró que ambas cruzaran la mirada.
Magdalena estaba sentada, recibiendo pésames tomada de la mano de sus hijos. Cuando se levantó para abrazar a Rosita Moncada, su vecina desde la infancia, se encontró a Beatriz parada justo a la par de ella.
–¿Cómo te atreves a estar aquí? –le dijo Beatriz agresivamente–. No hubiera querido volver a verte nunca y menos en este momento tan doloroso para mí.
–¡Baja la voz, Beatriz..! –respondió Magdalena acercándose a ella–. Mucho puede dolerme todo lo que me hiciste, pero ya no estamos para escándalos a estas alturas.
Su tono firme y sereno pareció dominar a Beatriz, que se quedó callada, con la mirada triste y los ojos golpeados por el llanto.
–Apartémonos un momento –continuó Magdalena, tomándola del brazo–. Discúlpame, Rosita... tenemos cosas que hablar con Beatriz.
Hacía un calor insoportable en la plaza central del Cuartel General. Caminaron juntas entre las imponentes estatuas que bordean la fuente hasta llegar al Corredor de la Independencia, adornado con cañones coloniales, arcabuces y sables de artillería.
–Un monumento así es lo que se merece Alberto –dijo Beatriz, rompiendo aquellos largos minutos de silencio.
Magdalena no respondió. Se detuvieron frente al amplio salón de juego de los oficiales, donde un grupo de cadetes limpiaba sus insignias. Inmediatamente, los jóvenes militares se pusieron de pie y les cedieron sus asientos.
–Es hora de que me dejes en paz, Magdalena –comenzó Beatriz-. Alberto ya está muerto. Déjame sola con él. No pretendas que también lo comparta contigo hasta en la propia puerta de su sepulcro.
Beatriz había sido novia de Alberto desde los diecinueve años. Era una guapa trigueña de ojos color almendra, con medidas perfectas realzadas por sus escotes y faldas ajustadas. A juzgar por los temas de las canciones que le dedicaban sus numerosos pretendientes en las serenatas que nunca le faltaron, el principal atractivo era su brillante cabellera negra, cuyos rizos le caían libres hasta la mitad de la espalda. Sorda a las tentaciones y firme antes las mil y una argucias que varios se ingeniaron para conquistarla, Beatriz esperó a Alberto los tres años y medio de su carrera militar en Argentina, sólo para que al regresar la dejara por una hermosa venezolana de piernas largas que tenía la gracia de cantar, tocar la guitarra y recitar poemas de memoria.
–No le duró esa mujercita. Alberto era mío y lo amé sin límites, sin condiciones, con sus virtudes y sus defectos –recordaba Beatriz clavada en su nostalgia–. Me le entregué cuando tú todavía jugabas con muñecas, Magdalena. Fue mi hombre, mi amigo, mi compañero, mi héroe... no sé cómo podré vivir sin él.
Magdalena seguía escuchando.
–Luego creciste –continuó Beatriz- y por supuesto que no te pudiste fijar en otro hombre, como si Alberto fuera el único en el mundo. Lo intentaste todo hasta que llegó el día en que terminaste siendo su amante.
–Nunca fui su amante, Beatriz –dijo Magdalena rompiendo su silencio.
–No me digas que fuiste su lover, su affaire, o como sea que llamen ahora a los segundos frentes esas revisas pendejas –contestó Beatriz más acalorada.
–Talvez no conoces mi nombre completo, Beatriz.
–María Magdalena González... ¡Cómo no lo voy a saber si vivimos tantos años en la misma colonia!

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