.
.
l
caiman.de septiembre - 2001
el salvador


–Nunca olvidaré su pasión al hablar de la estrategia magistral del Libertador para sofocar las sublevaciones de su guarnición –decía entre lágrimas la señora–. Y me llevaré a la tumba el recuerdo de Alberto recitando de memoria los más encendidos párrafos de la Proclama de Guerra a la Muerte, con los brazos extendidos y la mirada puesta en el cielo, frente a aquellas alturas impresionantes de las cataratas del Salto Angel...
Sordas salvas de cañón terminaron lentamente la emotiva ceremonia. Entonces, la señora alcanzó la guitarra que tenía apoyada sobre una silla plegable, se tomó todo su tiempo para sacarla de su estuche y comenzó a cantar como despegada del mundo.
Todos voltearon a ver a aquella señora vestida de luto riguroso. Cuando terminó de cantar, se puso de pie, colocó la guitarra frente a ella y descansó sus dos manos sobre el instrumento. Tomó aliento. Rompió de nuevo en llanto. Estaba por decir algo, su mirada perdida en dirección a la cripta.
Se sintió más calurosa la tarde en aquel instante, pero nadie pronunció palabra ni se movió de su lugar. Nadie, a excepción de Beatriz y Magdalena, que escoltadas por un grupo de impecables edecanes se perdieron de vista al doblar la esquina del Paseo de la Marina Nacional.

fin

Texto: Joaquin Fernandez

l