caiman.de 07/2009

[art_3] España: La Esperanza veulve a Triana.

Cuando a las cinco de la tarde Regina anunció: Está lloviendo, todos pensamos que era imposible, pues los pronósticos (americanos) no amenazaban con agua. Pero la realidad todavía es superior a Internet y en los naranjos que enmarcaba la ventana la lluvia goteaba por sus hojas, quien sabe si como lágrimas.



Nos lanzamos entonces a ver el meteosat, buscando ese frente imprevisto. La cosa no estaba nada clara, pero era la Esperanza, ¿cómo no iba a salir?, habría que quitar la lluvia para hacerlo, y cuando llegó Teresa (un poco empapada) todos cogimos los paraguas y nos lanzamos a la calle.

Sobre nosotros había unas nubes extremadamente negras y, justo cuando comenzábamos a cruzar el puente, una nueva tormenta nos descargó encima llenándonos de más angustia.

Es imposible, dijo Cayetana. No puede estar lloviendo, decía una y otra vez hasta que, de repente, sus ojos se iluminaron cuando unos costaleros nos adelantaron en el camino.

Más animados intentamos refugiarnos del diluvio tomando un café, y en la mesa de al lado unos discutían sobre la salida. Cada uno, perfectamente informado, decía una cosa distinta. Que aplazarían la salida hasta las nueve; que saldría por la mañana.



Cuando terminaron por servirnos, en uno de esos milagros que sólo sabe hacer Sevilla, el cielo se iluminó con un azul radiante y la ciudad más bella comenzó a reflejarse, coqueta, en los charcos.

No perdimos entonces el tiempo, y nos lanzamos por la calle Zaragoza en busca de la catedral. En el camino vimos los escaparates magníficamente engalanados; una prueba más de lo que puede el arte cuando toda una ciudad lo siente, algo tan vivo como exquisito, pues sólo se trata de contar (¡nada más que eso!) a los demás los más profundos sentimientos.



Con aquel aire limpio por la lluvia, recreado por un sol que pintaba los muros como si se acabaran de inventar, llegamos hasta Placentines y, asombrosamente, encontramos huecos para todos.

Comenzó entonces la espera, las mil cruces que se arrastraban sobre el fondo de albero y naranjos, con la banda de las Tres Caídas rasgando sus notas de corneta. Pasaba así el tiempo, y una sensación de maravillosa espera se iba abriendo paso en el estómago hasta que el aire volvió a llenarse en el último sol con el tañido de las campanas.



Toda la Giralda vibró y sus campanas repicaron para escándalo de las golondrinas. Ella ya salía y como un sueño barroco redivivo la ciudad explotaba de gozo desde su más alto alminar.



Se olvidaron entonces las esperas, la lluvia antigua, el cortejo interminable, pues entre un mar de naranjos las velas del palio punteaban el verde de sus hojas, y aunque fuera imposible, todo olía ya a incienso y gloria, a una música que empujaba a la Esperanza para ponerse primero ante la Giralda y luego comenzar a revirar para mirarnos acariciándonos el alma.

Allí estaba de nuevo, y nosotros solos ante ella, pues la multitud había desaparecido ante el imán de sus ojos tristemente alegres.



Como un soplo de viento dulce el palio pasó por delante nuestro, muy despacido, gustándose tanto que era imposible que alguien la llevase, no, ella flotaba sobre las cabezas y de un hilo invisible se mecía sobre la Giralda que la veía marchar.



Ocurrió como siempre, el tiempo se detuvo para desplegarse después en toda su inmensidad. Como un susurro, como un roce tierno fue su paso que nos llenó de luz por dentro y por un instante pudimos al menos vislumbrar lo que las palabras no tienen con qué contar.

Nos acordamos entonces de los que nos quieren, de los que tantas veces nos han acompañado y enseñado a ver estas sensaciones de azúcar y hoy no pueden estar aquí pero les llevamos dentro.

Fue así, y de repente cayó la noche que cayó sobre los Alcázares. Una noche de un azul aún vigoroso y la luna llena puesta sobre las cosas para no maltratarlas, iluminándolas sin apenas tocarlas.

Un nuevo recuerdo que poner en la cajita que todos tenemos para transportar en ellas nuestros más íntimos instantes de gloria. Uno más al que muy pronto se le añadió otro, cuando al fin terminamos de rodear la catedral y la Esperanza nos regaló la chicotá más bella que he podido ver nunca.



Un giro tan suave al principio como la propia música de Campanilleros, que luego se fue incrementando, se fue haciendo cada vez más intenso, más reconcentrado, y las bambalinas, clavadas en el fondo de azul y cielo comenzaron a cantar de alegría, se volvieron pura vida indómita que fue llenando la música de sentido, los redobles de tambor, sus varales agitados, las trompetas sonando y Ella puesta en su palio andando hacia delante para luego pararse, retroceder un pequeño instante, volver a avanzar y mecerse.

Una maravilla que por sí sola merece cualquier esfuerzo y te llena el corazón de una secreta sustancia que algunos llaman vida, y otros alegría, y yo quiero llamar hoy Esperanza de Triana.

Texto + Fotos:
Vicente Camarasa

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