caiman.de 02/2006

[art_4] España: La Batalla I Imperial (parte 2 de 3/ver parte 1)

¡Qué alivio!, pensó el doctor con un cigarrillo en la mano y se felicitó por haber echado al alma. Ni un minuto más le habría aguantado. ¿Por qué, se preguntó, me toca tanto las narices? Pero tenía la respuesta ya: el alma reunía todas las características que más le repelían. Siempre le habían provocado cierto rechazo los curas, despreciaba en general a la gente pueblerina y lo peor de todo para el eran los charlatanes.

La gente que le gustaba era la que venía cargadísima de problemas, la que de vez en cuando decía ¡Ayayay! y poco más. La gente de la que había de arrancar las palabras de su boca, esa gente..., suspiró el doctor.

Pero, se acordó, yo soy el doctor, soy yo quien dirige. Eso es, ahora a casita y ¡mañana a dirigir!
A la mañana siguiente el doctor entró de buen humor en la clínica. Había dormido de maravilla y se sentía con fuerzas suficientes para atacar este caso tan difícil. Hoy iba a imponerse cueste lo que cueste.

A las diez en punto oyó llamar a la puerta, pero antes de poder decir ¡Adelante!, el alma ya había entrado, dicho: ¡Hola, doctorcito! y se había estirado con un ¡Ahhhhhh! en el diván. Paso, se dijo el doctor harto ya después de tan sólo treinta segundos, paso de regañarle. Tu tranquilo, sé profesional. Has tenido casos peores. (¿Sí?, preguntó su memoria antes de poder ser callada.) Esta es una alma necesitada y tú eres su psicólogo, por muy grosero que sea.

—¿Empezamos, doctor?
—Sí. —contestó éste — Pero hoy intentaremos contar las cosas una tras otra, ¿de acuerdo? Si no, no le voy a entender nunca. Le ruego que empiece con su última muerte, que me explique los hechos y luego vamos profundizando y diversificando. Seguramente entonces tocaremos uno u otro tema de sus vidas anteriores, ya que parecen tan sumamente importantes para usted. Pero para el principio le pido que me cuente lo que ha pasado hace pocos días para que me pueda situar. ¿Le parece?

El alma miró pensativo al doctor todavía sentado detrás de su escritorio. —O sea, ¿quiere que empiece con todo esto de la iglesia? Pero, ¿cómo va a entender lo que ha pasado, si no se lo cuento bien?

¡Conseguido!, se felicitó el doctor dentro de sí mismo. ¡Estoy ganando terreno! —No se preocupe, señor Ángel, no se preocupe. Vamos haciendo. Luego ya le pediré aclararme las dudas que tenga.

—Si así opina... Usted es el doctor. Usted manda. Bueno, a ver. Entonces... Debo empezar con... No, no, así no va la cosa. Mejor que le cuente que... Tampoco es eso. Mire, como ya sabe yo era cura en un pueblo. Precioso, por cierto. Tanto el pueblo, como la iglesia. Y el paisaje... Sabe, un pueblo en las altas montañas. Mucho frío pasábamos siempre en invierno, pero ¡un aire! Tan limpio y fresco. Y la comida, ya no le cuento. Nada como la alimentación en los pueblos de alta montaña en España, doctor, nada. Las butifarras negras, ¡puuh!, en un día helado de invierno, una butifarra negra y está usted en el séptimo cielo. Bueno, ya sabe lo que quiero decir. Luego en primavera una cantidad de flores que no se puede ni imaginar. Ni yo que había crecido allí y que siempre me han gustado las flores — no es por nada que en la penúltima vida era florista — sabía todos los nombres. De todos los colores, se lo juro, de todos. Ni uno faltaba. Por esta época primaveral comíamos mucho cordero con no menos romero. ¡Una delicia! Si hubiera bajado usted alguna vez a la Tierra, le habría preparado un corderito que nunca olvidaría. Y ofrecido el vino de nuestras tierras, un vino fuerte que no obstante se tragaba con tanta facilidad...
—¿Bebía mucho? —preguntó el doctor muy interesado de pronto. Un alcohólico caería bajo la responsabilidad de Abusos Amenazantes...
El alma le miro suspicazmente —: No, no, doctor, no más de lo debido. Un vasito o dos al día, quizá. Puede que alguuuna vez un poco más. Pero no como otros colegas que vaciaban hasta el cáliz más rápido de que una mujer examina a todos los hombres presentes cuando entra en la iglesia y más a menudo de lo que una pareja recién casada hace el... Bueno, ya me habrá entendido. Yo nada de eso. El vino de la misa es el vino de la misa y el vino de la mesa es el vino de la mesa, ¡jajaja!
—¿Es realmente necesario que me cuente todo esto? ¿No podríamos ir más al grano?
—Ya, pero es que usted siempre me interrumpe y entonces no me puedo concentrar, ¿sabe? Tiene usted mismo la culpa.
¡Sí esto es el colmo! ¡Me culpa a mí! ¿Qué se cree este?, se preguntó el doctor asombrado por tanto libertinaje y sintiendo como una fuerte ola de mal humor inundaba su interior. ¡Lo que me faltaba! No, de veras, sea como sea hay que transferirle a otra sección: ¡Me pone negro, el pesao!
—Entonces no le cuento nada de las maravillas de mi pueblo. Usted lo prefiere puro y duro, ¿eh? A palo seco, ¿no? Me gusta usted, me tomo la libertad de decírselo, me gusta. Yo también prefiero la palabra sincera, sencilla, la frase que sin andar con rondeos va directamente al grano. ¡Todos los adornos fuera! Abajo con la frase subordinada, ¡viva la frase principal! ¿No es así?

El doctor asintió cansado con la cabeza. Había pasado ya casi media hora y no habían avanzado ni un nulímetro.
El alma notó el silencio cargado e intentó corregirse —: Sólo era un decir, doctor, sólo era un decir. Ya empiezo contarle todo muy ordenadamente, ¿vale? Perdone a un viejo cura que le guste hablar con una persona tan inteligente como usted y tan comprensiva. Siento haberme pasado. Ahora trataré de no hacerle perder más tiempo. O sea, tal y como le comentaba, mi pueblo era muy, muy bonito (sin mencionar los prodigios de la naturaleza alrededor). También la iglesia lo era. (Una de esas románicas del siglo XIII con un campanario fantástico. Bueno las campanas quizá habría hecho falta cambiarlas, pues tenían demasiados años y ya no sonaban bien. Y, de hecho, estábamos ahorrando para un juego de campanas... Nos faltaban algunos añitos, pero entonces... Habría sido fantástico vivir para oírlas sonar...) Pero la verdadera joya de este pueblo, como todos los expertos decían (y qué saben los expertos de la naturaleza, doctor, ¿qué?), era nuestro órgano. Este también era muy antiguo. (Por lo tanto tenía que llamar a un técnico especialista cada dos por tres, porque algo fallaba. ¿Sabe usted, cuánto vale un técnico especializado en órganos? Son sinvergüenzas todos.) Cada año venía gente de fuera para tocarlo. (Y, qué gente, doctor, ¡qué gente! Uno más catedrático que el otro. Nunca respetaban las misas, siempre me trataban como al cura del pueblo. ¡A mí que fui Sir Lungelot en una de sus vidas, doctor!) Así como cada año, éste también. Pero este año vino ésta...

Repentinamente paró de hablar, se enderezó, giró la cabeza hacia el doctor y preguntó —: Usted es de confianza, ¿verdad doctor?
—Sí, tranquilo. A mi me puede contar todo. —contestó éste muy digno.
—¿Y no nos escuchan aquí?
—¿Quién va a escuchar nuestra charla? No, no, le aseguro que aquí no escucha nadie.
—¿Y El?

El doctor enmudeció un momento. —Bueno —dijo al final —. Veamos. Debo reconocer que El sí escucha, porque siempre escucha. Se trata de una fijación muy arraigada que no es fácil de curar. Estamos en ello, pero claro... es una costumbre, digamos, de mucho tiempo. Pero El ya ha reconocido que no puede ni debe escuchar a todo y que esto tampoco le hace ningún bien a El mismo. De vez en cuando ya consigue resistir. Tengo que admitir que no sé si en este momento en concreto... Pero en cualquier caso, como aparte de escuchar a todo también tiene la fijación (y los medios) de tener que saber todo, poco importa si nos escucha ahora. Sería muy extraño si no supiera ya lo que usted me quiere decir a mí ahora. Además El nos ha prometido no utilizar lo hablado aquí en contra del alma en cuestión. Así que su riesgo es mínimo. El tiene un comportamiento éticamente muy bien desarrollado y normalmente cumple con Su palabra.
—Si lo dice usted. —El alma estaba muy poco convencida —. Véngase un poco más cerca, doctor, que se lo cuento en voz bajita.
El doctor suspiró hondamente, muy hondamente, diciéndose: »Ojalá encuentre algo...« y se puso al lado del alma que enseguida comenzó a cuchichear.
—Mire, tal y como dije antes, cada verano viene esa gente a tocar el órgano. Normalmente es bastante rollo cuando vienen, porque se creen yo qué sé qué y te tratan mal. Pero este verano... Una mujer... Doctor, hombre, se lo juro, no se podía parecer más a mi Lauria. En lo físico, digo, porque esa mujer, la que vino quiero decir era un ángel, un verdadero ángel, con permiso. Bueno, pensándolo bien, quizá no se parecía tanto a Lauria. Bueno, no sé. Claro, Lauria tenía el pelo negro negro, los ojos también y era muy, muy alta y bastante más gorda que yo entonces. La mujer que vino era más bien castaña, tenía ojos del mismo color, no era ni baja ni alta, pero sí delgada. No, pensándolo bien, tal vez no se parecían demasiado en lo físico. Pero en lo espiritual... Putadas aparte, me refiero.

A ver, pensó el doctor, cuando sale adelante, ese descosido. Ojalá, ¡ojalá!, fornicó con ésa, entonces le podría mandar al centro penitenciario. Pero con la suerte que tengo... ¡¿Será posible que no encuentre nada?!

—Cuando se presentó, de inmediato me sentí muy atraído hacia ella. ¡Tan buenos modales! Y ni pizca de creída, nada, absolutamente para nada. ¡Y tan alegre! No se crea usted —el alma agitaba su dedo índice —que era una descuidada una que toma las cosas a la ligera. ¡En absoluto! Una profesional de primera, se lo juro. Ya cuando subimos la primera vez a visitar el órgano, se lo veía en sus ojos, yendo rápidamente de un extremo al otro como para capturar todo a la primera mirada. Eran los ojos de una profesional apasionada que realmente quería tocar aquella belleza de órgano. Del siglo XVII, por cierto. Ahora no caigo, quién la construyó, pero uno de los maestros de antes, ¿sabe?
En este momento sonó el teléfono. El doctor lo cogió y dijo en voz molesta: »¿Diga?« Escuchaba, pero de repente muy atento. Se podían oír los gritos al otro lado de la línea. El doctor repetía tartamudeando al auricular: »Ahora mismo. En su despacho. Sin tardar medio minuto.« Cuando colgó el teléfono había palidecido.

Despidió hasta mañana (»Una audiencia personal...«) al alma y apresuradamente salió de su despacho.

Texto: Nil Thraby