[art_2] España: La Batalla I Imperial (Parte 1 de 3)

El cura se murió en el acto, exhaló su alma. El alma contempló un momento al cuerpo muerto a sus pies, suspiró una vez, suspiró otra vez, y entonces se echó a llorar. Llorando ascendió al cielo y de inmediato fue trasladado a la UVI Sección Suicidios y Desgracias Diversas.

La enfermera de guardia le fichó, le dio un calmante y ordenó que le ataran — por si acaso. La mañana siguiente le despertaron temprano, le condujeron a una puerta blanca y le hicieron entrar.

—Buenos días, siéntese —dijo el doctor enseñando una silla libre al otro lado de su enorme escritorio lleno de papeles y ficheros. —Veamos —siguió, mientras leía en el fichero que tenía delante y pasaba de tanto en tanto la hoja. Guardó silencio unos momentos y al alma no le quedó otra cosa que hacer que contemplar el despacho. La luz dorada que se filtraba por la ventana iluminaba a través de las cortinas blancas y transparentes las paredes también blancas, los cuadros (reproducciones todas de Kandinksy y de Feininger) y también el diván de cuero negro con un sillón blanco al lado. Una pequeña mesa blanca con un bloc de notas y un lápiz encima completaba el bodegón.

El doctor cerró el fichero, fijó su mirada en el alma y comenzó —: Bien. Dígame, ¿sabe usted por qué está aquí?
—Bueno... —contestó el alma indecisa.
—Entonces deje que se lo diga yo. Está usted aquí, porque ha cometido suicidio.
—¡Pero doctor! —se escandalizó el alma — ¡Sí fue un accidente!
—Cálmese, cálmese, señor Ángel, tranquilo. —dijo el doctor levantando sus manos con un gesto tranquilizador —. Quiero que me entienda bien: usted está aquí, porque la Autoridad considera que ha cometido suicidio. Ahora me contará usted lo que ha pasado. Pero en todo caso no se preocupe: ha tenido suerte. Justamente ahora estamos debatiendo sobre el tema, porque nosotros, o sea la Asociación de Psicólogos y Psicoanalistas Celestiales reivindicamos hace ya mucho tiempo el derecho de autoejecución, si me entiende. Y le puedo decir que hemos avanzado bastante. De momento hemos conseguido que en todos los casos como el de usted los juicios sean aplazados hasta que hayamos terminado el debate y llegado a una directiva aceptable tanto por la Autoridad como por la APPC. Aparte de eso, yo de ninguna de las maneras seré quien decide que pasa con usted. Conmigo hable tranquilamente. Yo estoy aquí para ayudarle, no para juzgarle. Salga lo que salga de nuestra pequeña charla no será castigado por ella. A mí me cuenta las cosas sin miedo y con toda franqueza, yo soy su médico y, repito, aquí para ayudarle. Para que me cuente lo que le pasó, como fue todo y para ver si podemos hacer algo por usted. ¿De acuerdo?

El alma se tranquilizó un poco, pero todavía tenía una cara muy atónita. ¿Cómo podían acusarle de eso? ¿Cómo se podían equivocar tanto? ¿Cómo podían hacer esto a él, a un hombre de buena fe que nunca jamás...? ¡Sí no fue culpa suya además! Como no consiga convencerles de lo contrario, pobre de él. Todavía se acordaba de su segunda vida como puerta enrejada, sólo porque había sido un poquitín tozudo en la encarnación anterior. Había sido tan sumamente aburrido y ¡había durado tanto! Y si hacían esto con el sólo por haber sido un poco tozudo (¿¿Un poco??, jadeó una voz interna), ¿qué sería de el, si considerasen que había cometido suicidio?

El doctor le observaba unos momentos y al final dijo:
—Le veo muy tenso. Y la verdad: también hace mala cara. Estará usted un poco agotado después de esa muerte que, se lo prometo, a nadie le es fácil. Pero le aseguro que puede estar tranquilo. Mire, hacemos una cosa: como está usted un poco nervioso y esto no facilita el trabajo que usted y yo queremos hacer —le echó una mirada buscando afirmación —vayas ahora a dar un paseo con toda calma. Nuestros jardines son realmente preciosos y tienen un efecto sorprendentemente relajante en nuestros pacientes. Dése este paseo, cálmese un poco y luego, ¿digamos después de comer?, vuelva aquí y charlamos un rato. ¿Le parece?

El alma asintió con la cabeza. La verdad, no estaría mal andar un poco entre árboles viendo el césped celestial. Quitarse los zapatos y sentir la hierba fresquita en las plantas de los pies. Echaba de menos ya el paisaje, donde no hacía treinta horas había vivido.
—Perfecto. Una última cosa. En nuestra base de datos hay una pequeña duda que me gustaría aclarar: ¿esta fue su cuarta o su quinta vida?
—No, no, la quinta ya.

El doctor lo apuntó. —Estupendo. Entonces sí tenía razón mi asistente. Sabe, algunos de nuestros ficheros son realmente antiguos y resultan a veces casi ilegibles. Así que cuando cambiamos a una base de datos quedaron algunas dudas. Gracias por ayudarnos. Nos vemos esta tarde, ¿vale?

Viendo que el alma había cerrado la puerta, el doctor se dejó escapar un suspiro. Otro suicidio con el cuento de que había sido un accidente. Nunca admitían abiertamente lo obvio, siempre inventaban explicaciones. De las más inverosímiles, por cierto, pensó el doctor. Ayer mismo le había declarado un alma —: Estaba limpiando los cristales, doctor, y no sé qué pasó, pero de repente me veo allí volando, cayendo y ¡plas!

Sus colegas que habían estado en la Tierra le habían contado muchas historias sobre la estupidez y la torpeza de los humanos, ¿pero tanto? ¡Imposible!
Y al final, se dijo, sí que todos admiten. Yo, pensó no sin cierta satisfacción, tarde o temprano les pesco a todas. No dejo escapar ni una.

Cerró la puerta con llave, abrió la ventana y cogió un cigarrillo del cajón de su escritorio blanco. Se lo encendió. »Ay, pero qué harto estoy, qué más que harto. Y este alma, bueno...«, pensó con toda experiencia profesional detrás. »Ya me conozco el tipo: ¡me hacen subir las paredes! Muy dócil al principio, pero luego... Encima un ex-cura, que estos son de los peores. Hablan tanto... Y nunca piensan antes, te cuentan todo de la manera más desordenada posible. Como lo odio... Nada detesto más que asuntos presentados desordenadamente. Bueno, los suicidios, quizá. ¡Ay, qué dolor de cabeza me va a dar este alma!« Apagó el cigarrillo, hizo un gran esfuerzo para calmarse y se exigió a sí mismo tratar de entender al alma. En contra de su voluntad, si necesario.

Por la tarde el alma volvió a la puerta blanca, llamó y entró después de haber oído un ¡Adelante! animador.
—Ah, ¡hola! ¿Cómo se encuentra ahora? ¿Se ha relajado un poco? —saludó el doctor al alma estrechándole la mano.
—Sí, un poco.
—Me alegro. Se ve, ¿sabe? ¿No le dije que nuestros jardines son fantásticos? Su tez se ve mucho más sana ahora, ya no está tan pálida. ¿Empezamos?
—¿Le podría pedir un favor?
—Sí, naturalmente. No se corte, por favor, pídame lo que quiera.
—¿Podríamos hacerlo allí? —con su mano indicó el diván —. Es que siempre he querido hacer esto una vez, pero nunca he llegado a hacerlo. ¿Le importa?
El doctor se quedó pensando un momento y miró fijamente al alma. —No, no es que me importe, pero le he de decir que el tratamiento en el diván se reserva para una fase más avanzada del análisis.
—Bueno, bueno, si no le parece oportuno... Yo sólo lo decía porque me haría ilusión.

El doctor no dejaba de mirarle fijamente, pero de repente sonrió. —¿Sabe qué? De acuerdo. Si le hace tanta ilusión, ¿por qué no? Pero le aviso que puede ser desagradable. Si no se encuentra a gusto, dígamelo enseguida y volvemos a la mesa.

El alma, también sonriendo ahora, se levantó, cruzó los pocos metros que le separaban del diván y se dejó caer en el. El cuero crujió como si el alma tuviera todavía los noventa quilos de su último cuerpo.
—Pero qué dice, doctor, ¡sí uno está de maravilla aquí! —suspiró agradecido y estiró los brazos para así poder bostezar mejor.
—No todos opinan esto —contestó el doctor poniéndose muy serio de repente (o quizá: ya no aguantando su amable disfraz) —. Pero empecemos.
—¿Y qué le cuento?
—Lo que le parezca importante. Usted cuente y yo le escucho.
—Ah, ¿así funciona? ¿Y le cuento todo? —preguntó el alma con una risita.
—Veamos, señor Ángel. Me alegro mucho de que usted se lo tome a la ligera, pero un poco más de seriedad no me parecería fuera de lugar.
La voz del doctor le pareció ofendida al alma y se asustó un poco. Ayay, pensó, a ver si al final se agobiará conmigo con lo importante que es para mí.
—Veamos, doctor, ¿por dónde empiezo? —dijo entonces apresuradamente —. Ah sí: La culpa de todo la tiene el Geoffrey este.
—¿Geoffrey?
—Sí, sí, Geoffrey. Sir Geoffrey para ser exacto. Si él no me hubiera ofendido, nunca le habría retado. Yo era un hombre tranquilo, ¿entiende? Pero este... Sabía perfectamente que Lauria y yo estábamos prometidos y sin embargo hablaba mal de ella a mis espaldas. Claro, yo le exigí explicaciones. Pero este infame no se cortó ni un pelo en decirme que no entendía cómo podía yo levantarme por la mañana con tantos cuernos como llevaba. ¿Qué podía hacer yo más que retarle? No me gustó nada la idea, pues yo era muy pacífico y también sabía que este malparido era muy bueno tanto con la lanza como con la espada. De hecho tenía razón yo: me mató.

De tanto fruncirlo casi le dolía el ceño al doctor. ¿Un cura prometido — y quién sabía: incluso cornudo quizá — retando a un tal Geoffrey? Echó una mirada rápida al fichero, por si acaso había pasado un milagro. No, no se había equivocado de paciente. No podía reprimir más su desconcierto:
—Pero, ¿qué me está contando? ¿No ha sido cura?
—Sí, ¡claro! Pero eso mucho más tarde.
—¿Cómo mucho más tarde? ¿No acaba de decir que el señor este le mató? —¡Ya lo sabía yo!, pensó para sí.
—A ver si me explico, doctor. Yo, en mi tercera vida, era Sir Lungelot de la Mesa Redonda del rey Arturo. —El alma esperó un momento, a ver si su tono algo pomposo provocaba la esperada exclamación de reconocimiento en el doctor. En cambio sólo vio la más locuaz perplejidad. Desencantado siguió —: Bueno, supongo que usted tampoco ha oído nunca nada de mí. Ya me he enterado yo que no salgo en los libros, Dios sabrá por qué me hace eso. Sólo salen esos brutos y traidores. Bueno, y el rey. Arturo era buena persona. Un cornudo, pero buena persona. Y claro, era el rey y por eso sale. Una persona de educación y de modales más finos como yo les habrá parecido demasiado poco impactante a estos poetas como se autodenominan. —Su cara reflejó un disgusto profundo como ante un plato de comida enmohecida —. Pero dejemos esto. Le estaba explicando que era yo un caballero y que estaba prometido con una señorita de fe. Jamás me habría traicionado ella y sin embargo viene este tipo y ¡declara que yo tenía más cuernos que un rebaño de ciervos! ¡Usted mismo, doctor, no habría podido actuar de otra manera que yo! —Se había emocionado el alma y golpeaba el diván con su puño.

El doctor suspiró internamente y moduló su voz para darle un tono suave y calmante. —Cálmese, señor Ángel.
—Tiene razón. Tiene razón. Pero todavía hoy me hace bullir la sangre pensar en este tipo, ¡este Sir DELAMADREQUELEPARIO! Perdone, perdone, ya me tranquilizo. Ya está, doctor, ya está. Entiéndeme, este tipo me ha costado dos vidas. Con lo bien que estaba en la última. De tanta rabia uno pierde a veces la cabeza y se le va la lengua. Lo entiende, ¿no? Es normal esto, ¿verdad? Un poco de razón también tengo, ¿no es cierto? Imagínese usted a sí mismo en estas circunstancias. Y encima muriendo en mi propia sangre, sólo por la mala leche de un imbécil como ese. Usted quizá dirá que no me habría debido enfurecer tanto. Dejarle declarar lo que quiera y no hacerle caso. Claro está, también eran los tiempos y la educación de entonces. Sabe, entonces esto de los cuernos era... ¡uyuyuyuy! ¿Ha vivido alguna vez en esta época?
—No, no fue tan considerado el Señor. —El doctor no pudo reprimir un tono sarcástico.
—Ya. Si hubiera, ya sabría que quiero decir. Sabe, hoy en día la cosa es mucho más relajada. Si hubiera sido uno de estos jóvenes modernos que he llegado a conocer en mi última vida, bueeeeno, ¡le rompes un poco la cara al tío y te quedas tan ancho! —El alma dio algunas puñaladas al aire —. Pero entonces la cosa iba mucho más en serio, se lo aseguro. Nada, como ya dije, le tenía que retar. Entonces lo típico: nos encontramos una mañana en el campo de torneo ante la presencia del rey mismo. Después del trararí trarará, usted lo conocerá de la tele, el heraldo anunció la lucha a muerte. Y entonces el fresco ese, ¡es que realmente me hace bullir la sangre otra vez!, el descarado levanta la visera de su yelmo, le lanza un beso al aire a mi novia y grita: ¡Para Lauria! Bueno, ya se hace la película: yo enrabiadísimo que se me desdibuja todo, que me tiemblan las manos de tanto furor, me lo pierdo con la lanza. A él no le deben haber temblado las manos, supongo, fue una cosa muy limpia. Su lanza me dio aquí —el alma señaló su corazón utilizando el dedo índice como lanza —. Como por la lucha a muerte teníamos las lanzas esas con puntas afiladas de metal poco me ayudó mi armadura. ¡Shlurp! hizo, todavía me acuerdo exactamente del sonido, doctor, ¡todavía!, y ya se había acabado el chollo con este cuerpo. A subir aquí, esperar su turno, y ¡hala! una nueva vida. Pero, sabe qué, doctor, lo más horrible fue cuando me enteré que luego se casaron. Eso fue... ni se lo quiero contar como fue. Claro, aquí me regañaron, me dijeron que eso ya no me debe importar, que ya está, que me comporte. Pero, ¿qué le digo, doctor?, uno es hombre y a los hombres nunca nos han gustado estas putadas. Perdí del todo mi confianza en las mujeres hasta... —disimuló un ataque de tos para no tener que acabar la frase —. Por eso también solicité salir gay en la próxima vida, pero ya sabe usted lo difícil que es conseguir eso. Con la lista de espera tan larga siempre. Tampoco me sirvió el sorteo ese que hacen de algunas de las plazas, nunca he tenido suerte con los sorteos.

El doctor se desesperó. La cosa iba incluso peor de lo que se había temido. No entendía nada. Se había perdido por completo en el relato desconcertante del alma. ¿Qué relación había entre lo que tenía que aguantar escuchando y su muerte? Ponderó un momento si no dejarle hablar sin escucharle y pensar en otra cosa menos embrollada. No, no, tenía que aclararse. —Pero, a ver, esto exactamente ¿qué tiene que ver con su suicidio?
—¡Pero sí no me he suicidado, hombre! ¿Yo, doctor? Ni de lejos. No, no, yo estaba bien. Pero cuando vio al tío ese en mi propia iglesia...
Ya no podía contenerse —: ¡Se quiere aclarar de una vez! —gritó el doctor, deshaciéndose así de una parte del tormento interior.

Estupefacta volvió la cabeza el alma y le miró. —Pero, doctor, ¿qué le pasa? Cálmese, hombre, cálmese.
—Yo no soy ningún hombre, señor, yo soy el doctor Ángel —dijo éste glacialmente.
—¿Así? Qué casualidad, ¿no? ¿Igual que yo? ¡Qué gracia! Pues, ¡encantado de compartir apellido con usted!
—¿Podríamos volver al tema, por favor? —Se oían sus dientes rechinando. De repente se le encendió una luz: tal vez podría transferir este caso, dárselo a algún colega. Pero necesitaría un razonamiento inteligente, ingenioso y absolutamente perfecto. A los superiores no les gustaban nada las transferencias salvo en casos muy claros; peor todavía: estaban muy mal vistas por El mismo. ¿Pondría en peligro su reputación prometedora? Ponderaba unos momentos qué valía más: no tener que escucharle más o todo el trabajo que le había costado llegar a tener la reputación que tenía. Hizo un esfuerzo grande para no inclinarse hacia la primera opción. Habría que ver como lograr que el alma le contara las cosas con más coherencia. Si consiguiera eso ya no le dolería tanto la cabeza. —Señor Ángel, veamos. Sigo sin entenderle. Le pido que, por favor, ahora me cuente primero como fueron las circunstancias de su muerte actual.
—Pero sí ya llego, doctor, ya llego. Si no le cuento las cosas bien, ¿cómo lo va a entender? A ver, ¿dónde estaba? Ah sí, le estaba contando eso de los sorteos de las plazas gay y que nunca tengo suerte. Al menos me dieron la vida de cura la última vez. No quiero decir que sea lo mismo, en absoluto, ya sé que el deseo carnal hacia cualquier sexo o práctica no le conviene para nada a un cura si uno no quiere mal rollo después aquí. Le aseguro que siempre he respetado las normas al pie de la letra. Las normas para mí son como leyes, ¿sabe? ¡De eso nada!, me dije cuando nací la última vez, a ti te ha tocado cura. Y cura es mejor que nada, al menos uno no está expuesto a las putadas de las mujeres, ¿me entiende?

El doctor se sintió de repente demasiado débil para seguir escuchando al alma. No puedo más, pensó, no puedo aguantar más estas necedades. Es demasiado, me supera. Claro, también ha sido una semana muy, muy dura para mí. Debería descansar. Un paseo en el jardín, tal y como se lo prescribí a la propia alma. Y después una cena ligera y pronto a dormir. Mañana será otro día.
—Mire, señor Ángel, se ha hecho muy tarde. Seguimos mañana, necesita usted descansar...
—O, por mi doctor...
—...y mañana a las diez tendremos la próxima sesión. —dijo muy decididamente el doctor.

Texto: Nil Thraby