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Peru: Callejón con Chocho

Si en estas fechas el calor del trópico sube hasta niveles poco aguantables, a lo mejor una visita a las montañas es la solución para aliviar un poco las quemaduras de la piel obtenidas en las playas tropicales. Si por alguna casualidad la querida lectora de estas líneas ya se ha hartado de tu tank top "Mancora" (véase Donde surfean los pelícanos) o si el estimado lector de tanto comer platos afrodisíacos en la costa peruana ya está que no puede más, aconsejo una visita al Callejón de Huaylas. No hay remedio mejor para el cansancio físico – o psíquico – como un entorno montañés; no es casualidad alguna que Thomas Mann nunca se planteó escribir "La Playa Mágica".

Lo que éste nunca vió es la tremenda belleza de los Andes y especialmente de este valle enorme que se hace llamar Callejón con salida (aunque sea por un Cañón del Pato). Estoy seguro que Mann hubiera hecho milagros para encontrarle un Davos a estas montañas con tal de poderse perder en construcciones gramaticales que ocupan páginas y páginas sin la más mínima necesidad de un solo punto.


El callejón se llama así, porque el valle está situado entre dos sierras de montañas, o cordilleras, que para mejor efecto se llaman la Cordillera Negra y la Cordillera Blanca como si del eterno conflicto entre el Bien y el Mal se tratase. La verdad es un poco menos dramática: la negra de las cordilleras es como un escudo hacia la costa tropical, lo que permite a la otra quedarse con su gorrito de nieve que le queda la mar de mono. Al revés de la historia contada en el libro de los libros, aquí el Mal hace nacer al Bien.

El acceso más usual es por la parte sur, donde el Callejón es más abierto y también un poco más llano. La gran mayoría de visitantes se hospeda en Huaraz, la capital no sólo del departamento Ancash (que a mi me suena más a una ciudad asiática que a un departamento peruano) sino también la de los abundantes escaladores. Por eso, Huaraz tiene muchos servicios para el turista, incluyendo el desayuno con muesli. Para los que les gusta algo más fuerte, muy cerca de nuestro hotel se podía comer ceviche con chocho. Una inspección del personal del restaurante dejó claro, sin embargo, que ni que fuera lo que pensaba me lo comería allí. Me he quedado con mi alegre compañera y el muesli, supuestamente suizo y sin lugar a duda una estafa.

Huaraz es muy conveniente como punto de partida para las diferentes zonas del Callejón. Hay mucho que hacer, incluso cuando se es más bien un escalador de subir y bajar por casa como yo (tengo escalera que superar varias veces al día). La oferta turística se puede dividir en tres áreas – algo hay para todos los gustos. Destaca la oferta cultural con una de las más antiguas culturas andinas: Chavín de Huantar, luego la oferta natural (aunque no naturista) visitando las Puyas Raimondii, y hay la oferta montañosa que incluye todo desde un paseo por ahí (Huaraz está a 3090m de altura) hasta la gran escalada al Huascarán, con sus nada despreciables 6768m, el monte tropical más alta del mundo. O la escalada de cualquier otro pico por ahí, pues si algo no falta en el Callejón son los picos altos: más de 50 de ellos superan los 5700m. ¡Toma, Davos!

Como esto de colgarse de una cuerdecita de menos de un centímetro de grosor no me va, opté por visitar las otras cosas. De la cultura Chavín ya escribiré más seriamente, pero las Puyas y el Pastorurri aguantan estoicamente un tono algo desenfadado, propio de las fiestas navideñas y del desenfado familiar que reina estas fechas. Tuvimos la suerte de viajar con una clase que estaba haciendo su curso fin de año.

Como ya nos conocían, pues habíamos coincidido en Chavín, nos dieron una bienvenida muy calurosa: menos mal, porque hasta dentro de unas cuantas horas esto iba a ser lo único que nos calentó cuerpo y alma. La primera parada merecedora de mencionar fue al lado de un pequeño bosque de Puyas Raimondii. Pequeño en este contexto se refiere sólo y únicamente al número de estas plantas enormísimas y en absoluto a su tamaño. La Puya en realidad es una planta muy, pero muy rara. Es como una novia que se prepara toda su vida para una noche de locura. Acto seguido perece y no se sabe si de placer. La Puya crece alrededor de 100 años, que se escribe muy rápido, hasta echar una especie de bola grandecita que para gente poco ilustrada en cosas de botánica les parece un "cactus o algo así". De la noche a la mañana, no obstante, este "cactus" echa una flor que, la verdad, hace ruborizarse a cualquiera. Hasta 25m de altura tiene este pollón de flor que en realidad y a su vez consiste de muchas flores: unas 20,000 en total. Después de tres meses de sexo puro y duro con todos los insectos de la zona (que contando con el frío tremendo que hace tampoco no pueden ser tantos), la planta muere.

Asombrados todavía por lo raro que llega a ser la naturaleza, seguimos en nuestro camino hacia arriba. El bus – uno de los mejorcitos, la verdad sea dicha – tenía su labor subiendo las carreteras hasta los 5200m. Nubes de color negro no prometieron nada bueno, pero ya que estábamos, había que seguir adelante.

El aire a más de 5000m no tiene muchísimo oxígeno que digamos. O sea, si se plantea un establecimiento de curación de enfermedades respiratorias, no es el mejor sitio. Más que nada por falta de lo último: de la respiración. Mi compañera y yo habíamos decidido llegar hasta la cumbre.


Esto requería caminar desde el parking unos dos kilómetros y superar una diferencia de altura de unos doscientos metros. Pan comido, pensábamos. Cuando, mucho más tarde, comíamos – una vez devueltos a alturas más preparadas para la vida humana – una sopa "Levantamuertos" sí parecía que no había sido para tanto. Pero en medio, es decir en el acto verdadero de tener que poner un pie delante del otro sin aire que te ayude, pero sí con lluvia helada que te estorbe, no era tan relajado.

Para los amantes de los paisajes agrestes y los amigos de sets de películas de terror, esta vista debe ser como el cielo en la tierra. A estas alturas ni siquiera en el trópico crece nada más que rocas y nubes de color plomo.

Para no faltar a la verdad se tiene que decir, sin embargo que, una buena parte del camino se puede hacer a lomo de caballo y con un chico fuerte de la alta montaña al lado. La segunda mitad del camino, la que permite el lujo de tocar nieve en un país tropical, se tiene que hacer a fuerza y a pie. Arrastrándose, vamos. No es de sorprender entonces que una vez superada tal prueba (lo más seguro es que los enfermos de Mann habrían quedado en el camino) se le sale a uno un instinto juguetón. La empinada cuesta de nieve, lo muy difícil que es de superar a la ida, para llegar hasta la cima, se puede bajar de vuelta la mar de majo encima de una bolsa de plástico y gritando como un loco. Que abajo quede poco espacio para frenar antes de un precipicio de mil demonios y metros, da un cierto gustirrinín que hace gritar a uno un poco más fuerte todavía.

Abajo, al pie de la cuesta, los supervivientes, tanto de los efectos secundarios de las bolsas de plástico-trineo como de la falta de oxígeno a razón de los gritos gozados, se tiran fotos. Y si hay algún gringuito por ahí, de paso se saca una con él y su compañera. Si fuéramos estrellas de la incomestible OT, más flashes cegadores tampoco no hubiéramos tenido que aguantar.

La sopita calentita "Levantamuertos" ya mencionada está hecho de siete carnes diferentes. A las cuatro de la tarde, impresionados por tanta belleza y agotados por tanta intemperie y falta de aire, al menos pudo levantarnos a nosotros. A los muertos, espero que no: la cosa está en evitar tales extremos, respirando hondamente el buenísimo aire del Callejón de Huaylas y pensar en los pobres diablos que tuvieron que conformarse con Davos.

Texto + Fotos: Nil Thraby para imprimir   


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