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casos limites: La matanza del cerdo

En la serie de "costumbres extrañas de Montblanc" puedo ofrecer hoy un bocado muy especial. Eso del bocado puede tomarse literalmente, ya que cada año en medio de nuestra plaza mayor se mata un cerdo para saciar el apetito general. No lo confundan con una broma carnavalesca: los miles de cerdos muertos merecen un poco de seriedad.

Antaño la matanza del cerdo fue mucho más espectacular, me aseguran los golosos entrados en años a mi alrededor: entonces se cargaban al cerdo directamente en la plaza con todo el alboroto que eso suponía – tanto de la gente como del cerdo, claro está. La sangre brotaba a chorros de la herida en el cuello directamente a la olla caliente para la elaboración de morcilla.


Hoy esta ejecución pública está prohibida por las severas leyes higiénicas de la Unión Europea. Uno puede lamentarlo o alegrarse por ello, según las ideas sobre la tradición o la compasión con los cerdos. En todo caso, hoy en día la matanza de verdad se hace en el matadero municipal. Una vez muerto el animal, sin embargo, lo traen enterito y orgullosamente a la plaza para trocearlo allí bajo los ojos de los curiosos hambrientos.

No es ningún entierro triste: mientras los cuchillos afilados trabajan con ganas, los primeros curiosos prueban el vino blanco o tinto. .

El vino no se bebe de un vaso, como en el resto del mundo más o menos civilizado, sino de un recipiente muy poco práctico que se denomina porrón. El porrón tiene tantos años de tradición en Cataluña que junto con la bandera, la sardana y el helicóptero se considera símbolo nacional.


Para los que no lo conozcan: este recipiente tiene una especie de nariz muy pronunciada y de forma de un cilindro que acaba en un agujerito, la apertura oficial. (Hay otra, pero no se considera apropiado beber de ella.) Uno levanta el cacharro más o menos por encima de la cabeza y al mismo tiempo lo inclina. Según la fortuna del bebedor en prácticas el líquido a continuación se derrama (a) en la boca o (b) directamente en la camisa. Está terminantemente prohibido poner los labios en el agujerito, básicamente porque todos quieren reírse un poco, ¿verdad? La destreza de cada uno se puede deducir fácilmente midiendo la distancia entre la boca y el agujerito, siempre presuponiendo el correcto uso del porrón.

Quien sabe manejar el porrón de manera adecuada, puede estar seguro del reconocimiento general. Los mejores en manejarlo, sin embargo y sin duda, son los viejos, porque ya hace tiempo que la gente no va tanto a trabajar en el campo y a compartir una botella de vino pero no necesariamente las bacterias.


Mientras mayoritariamente los hombres fardan con su habilidad con el porrón, siguen cortando al pobre cerdo en trozos. Su cabeza apenada presida la mesa como un trofeo. Para gente de ciudad como yo, cuyas experiencias carnales siempre algo tenían que ver con un congelador, esta actividad sucede sorprendentemente casi sin derramamiento de sangre. Ni salpicaduras, ni manchas rojas, ni nada. Sólo un tímido rojizo colorea los delantales de los cortaores.

A su lado se halla el hervidero que recibe de vez en cuando un recipiente repleto de trocitos de carne rosa. Su puesto de trabajo es el fuego en el suelo y la sartén con el aceite de oliva caliente. En realidad no está demasiado ocupado: sólo de vez en cuando añade un trozo de vid seca a las brasas para mantener el fuego en marcha o da la vuelta a la carne con su cuchara de palo.


¿Por qué entonces el público le tiene en tanta estima? Porque es él quien comprueba con cara de importante el color de la carne. Cuando él lo considera lo suficiente oscuro, entonces y sólo entonces se distribuye la carne.

Esto último se hace de manera anti-burocrática, gratuita y simplemente por orden de aparición. Un trocito de pan con uno o dos de carne caliente. Sin plato: sosteniendo el bocado con la mano uno se quema, pero a gusto. ¡Qué rica la carne! Los viejos pillan en un plis plas los trozos mejores y el resto nos comemos simplemente lo que haya.


Mientras así desaparece la última luz del día, unas cien personas comen ruidosamente detrás de unas vallas amarillas. Menos mal que el cerdo no es ningún caballo y menos todavía que no sea uno de los cuentos de los hermanos Grimm. La cabeza del cerdito seguramente nos contaría otras cosas que antaño Falada a la pobre princesa.

Texto + Fotos: Nil Thraby para imprimir   


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