Casos Limites: Chucho Chicharrón
Uno ya ha viajado tantas veces por países latinos, que llegará a pensar que ya no existe ni un truco ni una pillería que no conozca. Pero siempre hay algo nuevo para aprender.
Un día, estoy sentado en una caja de madera en un rincón más bien tranquilo de San José, comiendo mi plato favorito, Chicharrones: por fuera bien crujientes, por dentro aún blanditos y con carne jugosa y sabrosa. Se trata de casi medio kilo, es decir una docena de chicharrones que había comprado cerca, llevándolos en un cucurucho de papel. Estoy comiéndolos con las manos, pronto tengo las manos y la cara llenas de grasa. Estoy a punto de comerme el tercer chicharrón después de contemplarlo muy contento a la luz del sol, cuando de repente aparece lo que menos esperaba y más temía: ¡un Chucho!
Su apariencia era de película de horror: flacucho y sucio, con el pellejo hirsuto y de gris oscuro, con una pierna coja, con la mirada sumisa, pero transmititiendo la clara señal ¡Tengo Hambre! Gurdaba una distancia de unos tres metros, no sé si era distancia de seguridad o de humildad.
Gracias a Dios, no he disfrutado de una educación demasiadamente cristiana, así que mi conciencia no me atormentaba con mandamientos de caridad y los principios de "dale-a-tu-próximo-la-mitad". Pero conozco los perros y sí tengo ciertos principios de solidaridad por lo menos al estar confrontado con una mirada tan cándida. De modo que ya se me pasó el apetito, mientras que estuviera mirando esa criatura abandonada y aullante, en cuya mirada se reflejaba toda una Vía Cucis. Pasaba lo que tenía que pasar: de mala gana, me despedí de uno de los chicharrones y con el grito ¡Come, mi perrito! lo eché a los pies del chucho.
Y claro que el bicho lo disfrutó. Dos bocaítos, y el chicharróncito dejó de existir, desapareciendo en el abismo de la garganta del perro. Bueno pues, decidí de darle otro, como lo disfrutaba tanto...
Luego se largó, sorprendentemente, como si hubiera sabido que de ninguna manera le habría dado otro. Mientras que me dedicaba de nuevo a la crujiente sabrosidad de los chicharrones, me pareció de repente como si el chucho que antes había estado cojeando, poco antes de desaparecer detrás de la esquina, estuviera andando sin problema con sus cuatro patas. ¿¡Imposible!?
Sólo un minuto después, llegó chucho N° 2, desde la misma esquina donde antes había desaparecido chucho N° 1.
La apariencia parecida: el pellejo hirsuto, esta vez de color marrón, no tan flacucho como el anterior, pero algo más pequeño, también con una pierna coja, y con la mirada sumisa, transmitiendo el mensaje urgente: ¡Tengo hambre! Y también guarda tres metros de distancia de seguridad/humildad.
Bueno, también ese dudoso ejemplar de su raza obtuvo su ración de dos chicharrones, después se largó cojeando hasta la esquina, y luego (estaba observandolo muy atentamente) ¡empezó a correr muy normalmente con todas las cuatro patas!
Ya os imagináis lo que llegó después: Sí, chucho N° 3, como si se tratara de una carrera de relevos de chuchos mendigones. Increíble, ¿Verdad?
Al principio, Chucho N° 3 se comportó como un clon de sus precursores: tres piernas buenas, una coja, la mirada sumisa con la única expresión que cautiva la compasión: ¡Tengo hambre! No obstante, este chucho N° 3 empezó a notar mi creciente escepticismo y actuó con máxima cautela. Pero a pesar de ello, le dí mi penúltimo chicharroncito delicioso, tan sólo para obtener la certeza con respecto a mi sospecha. Y el chucho lo tomó y luego ni siquiera fingió cojear, sino se largó corriendo como un lebrel, como si fuera burlándose de mi credulidad. ¡Entonces mi sospecha era verdad!