ed 11/2008 : caiman.de

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[art_2] Bolivia: Bolivia, resplandor y sombra

A mi padre - Villazón. Otra vez este peso de los cuerpos que no solo se ven, sino que pueden sentirse como acumulados sobre el propio, en los 3.400 metros sobre el nivel del mar. Está cayendo la tarde. Es la cuarta vez que llego a Bolivia andando por la tierra y nunca en otra parte me he sentido como acá. Hay cuerpos y más cuerpos, todos cubiertos de telas y trapos de diferente color, que llevan sobre sí otros cuerpos pequeñitos, si se trata de mujeres con sus bebés que no lloran nunca, o cuerpos que llevan sobre sí bultos de otro valor, o no tanto: todos, niños sobre las espaldas o variados objetos de comercio, que también van sobre la espalda, de alguna manera valen acá como la vida misma, o es que en realidad son ambas cosas que la producen sin más...



Bagayeros, hombres y mujeres que transportan bultos de un país a otro, ida y vuelta, van y vienen por la frontera durante toda la jornada laboral. Comercio, contrabando y Puna. Gendarmes con dientes de oro, o algún metal barato que se le parece. Un río seco y un gran puente peatonal. La frontera. Con emoción empezamos a cruzarla.

Oruro. Tenemos que ir desde la estación de trenes a la terminal de buses y decidimos hacerlo a pie, por el mercado. Decir "caminamos por el mercado" es en Bolivia una redundancia total: salvo en algunas planicies deshabitadas, de rutas que reflejan el azul del cielo, no hay lugar donde no haya un puesto de venta callejero o vendedores ambulantes ofreciendo jugos de frutas, gelatina con crema, pollo frito o lo que sea. Por lo tanto, o hay desierto o hay mercado. Y que para comerciar se han inventado las ciudades, de eso acá no queda ninguna duda, aunque solo una ínfima minoría lo haga de manera formal, en locales de cemento y bloque con puertas que al llegar la noche puedan cerrarse y almacenar. El resto se regula de otra forma, a la intemperie, con un tablón y dos plásticos o aguayos que al final del día puedan atarse a la espalda y desaparecer.

Caminamos y por la avenida asfaltada se nos acercan dos señoras con cinco burritos, sonrientes nos dicen "comprame, comprame". Los burritos son realmente lindísimos, y probablemente baratos.

Cuando las dejamos atrás vemos que un hombre se les acerca.. una de las mujeres baja las manos y entonces ahí, en medio de la ciudad, ordeña su burrita sobre un vasito de plástico y lo que vende es leche tibia, fresca. El hombre bebe mientras ellas continúan andando calle abajo. En la terminal nos cobran el llamado "derecho de terminal" con un peso boliviano. El bus sale y quince metros terminal afuera se detiene: la mitad de los pasajeros, haciendo uso de su libre "derecho de calle", sube recién ahí.

La Paz I. Concentración de los llamados "pueblos originarios", indígenas, en la Plaza Murillo. Alguien sale de la casa de gobierno a hablar con ellos. No escucho qué les dice, pero como respuesta uno de los representantes de los ayllus ahí reunidos toma el megáfono y dice mansamente: "pues no es eso lo que esperábamos, entonces esperaremos todavía". El silencio de la concentración es tan intenso como su presencia, como si no necesitaran hablar para manifestarse, para eso tienen sus ropas tradicionales y sus otros modos de entender la política. Empieza a hacer frío y sacan frazadas de alguna parte, siempre los bolivianos parecen estar preparados para un viaje largo. Evo Morales, a quien vinieron a buscar, llega de Cochabamba y los atiende personalmente a las 5 am del día siguiente. Entretanto también la Ministra de Justicia sale a la plaza, habla en quechua y algunos se quejan porque sólo hablan aymara. Pero no importa en verdad lo que dice, ni aquello de lo que se está hablando en general, sino su acento enrarecido al decirlo, toda la gestualidad austera de su cuerpo, la postura, la oscuridad en su piel, su pollera, su manta tejida y su sombrerito: si nadie aclara que ella es la Ministra de Justicia es imposible darse cuenta, tanto que sus asesores mismos se lo piden después de su intervención: "Me dicen que me presente y tengo que decir que he sido una dirigente y no una profesional porque el sistema así lo ha querido. No soy una profesional, pero sí sé que todos, aymaras, quechuas, guaraníes, somos todos bolivianos."

Uno de los dirigentes manifestantes responde: "Silencio, hermanos, vamos a escuchar a la Ministra y mostrar la educación y el respeto que tenemos". Y todos callan de nuevo.

Por más que intento, no logro imaginar un acto político de esta naturaleza en mi propio país, donde un ministro hable mano a mano a dirigentes de base en una asamblea pública tan pequeña como representativa, en la plaza central de una capital nacional. "Ayllu" en aymara significa "comunidad, pueblo".

La Paz II. Despierto de nuevo. Altura. El vino barato de la pizzería combinado con la vista panorámica desde nuestra ventana del Hotel Condezza hacia la capital más pobre de América Latina producen en mi cabeza un efecto horroroso. ¿Qué estamos haciendo acá? Desayuno y me siento cada vez peor, imaginando las calles que me esperan. Decido volver a la cama y, aunque permanezco completamente inmóvil, siento latir mi corazón con una fuerza y una velocidad que me asustan. En la televisión veo un documental sobre la vida en una cárcel en Buenos Aires, los entrevistados no son ni adolescentes ni adultos, solo "chorritos", franja sin edad, de pura experiencia al margen.

Uno de ellos cuenta desde su celda que al terminar el robo pedía disculpas a la gente por el momento que le había hecho pasar, agarraba todo y se iba.

Noto que en las calles de La Paz nadie pide nada: todo se compra, todo se vende, todo se regatea, pero nada se regala ni nada se quita sin más.

Sud-Yungas. Es dificil, al adentrarse en una de las tantas llamadas "rutas de la muerte", saber cuál será el bus que caerá barranca abajo y cuál el que llegará a destino. "Sí, harto están cayendo las flotas, a cada rato nomás", nos dice uno de los choferes, pero a primera vista no hay ninguna diferencia entre tamaños de buses; tampoco la hay en los veinte bolivianos que vale el viaje.

Y todo el mundo actúa con naturalidad, como si después de una hora de viaje el camino no se volviera ridículamente más angosto y abismal, ni se escuchara el chirrido mojado y agudo de los frenos en tensión constante.

Cada diez minutos nuestro bus se encuentra con algún vehículo que viaja en dirección contraria, ambos se detienen bruscamente y maniobran codo a codo guardando milímetros de distancia, a veces rozándose cual enamorados, para seguir andando después como si nada, como si en esos caminos ya nadie viviera realmente o, mejor dicho, todo existiera en Bolivia ya condenado a la eternidad, por los siglos de los siglos.

Chulumani. Es el día anterior al referéndum convocado por las autoridades de Santa Cruz. La señora que nos da de comer en su restaurancito se queja porque mañana tiene que cerrar por orden del alcalde masista. El que no cierra paga multa y "ya no van a dejar de molestarme, pues". Hay un descuento para todos los que viajen esa noche a La Paz, donde se realizará un cabildo contra los estatutos autonómicos de Santa Cruz. La señora no piensa ir, pero sí sus hijas, que si bien "ellas no se meten en política", sí que aprovechan el costo reducido del transporte. Al día siguiente, efectivamente, hay patrullas de dos o tres personas tomando nota de quién trabaja y quién no, son patrullas de campesinos, cocaleros, masistas, hombres y mujeres, vecinos. No llevan uniformes de ningún tipo ni armas, no como los que se habían visto en tiempos de militarización y erradicación forzosa y masiva de los cultivos de coca en la así llamada lucha contra el narcotráfico. Los sindicalistas están ahí para hacer presión; los comerciantes, en todo caso, siguen ahí, vendiendo, los que no pueden darse el lujo de parar. Entiendo, por lo que nos dice una de las señoras patrulleras, que la experiencia campesina de la coca ha sido una pesadilla sangrienta que, como contraparte, ha dado desde sus sindicatos una organización profunda para sus propias luchas. "De las trenzas las ataban a las camas, y así las violaban a las cholitas los soldados".

Cochabamba. Pasamos dos días en Cochabamba, una ciudad más baja, más plana, mucho más accesible en términos climáticos y culturales que La Paz, de una urbanidad más reconocible. Cochabamba no tiene en verdad nada que impresione. Su arquitectura es típicamente colonial, casonas con sus patios y galerías centrales, aunque venidas completamente a menos. Los pocos edificios altos que hay destacan por su modernidad impostada, superflua. "Acá cualquier edificio de más de tres pisos es un rascacielos, igual que en La Paz más de tres árboles juntos son ya una plaza", comenta Celia, la investigadora cochabambina que nos invita a su casa y nos cuenta de su último libro sobre los costos humanos de la emigración boliviana: hartas historias sobre niños abusados por sus propias familias cuando los padres se van, dejándolos a cargo de tíos o abuelos.

Quedarse para ellos, con todos los lazos filiales rotos,  tiene el mismo costo, de una forma u otra, que para los padres partir...

Horas después encendemos la TV española en el hotel: la Cañada Real, en Madrid, es desalojada sorpresivamente por la fuerza, las casetas ilegales derribadas con topadoras; mientras los padres trabajan, los niños llorando revuelven los escombros para encontrar los euros ahorrados por la familia por meses y años. Organizaciones de derechos humanos y medios de comunicación se hacen allí presentes para testimoniar, protestar y discutir lo ocurrido. Con todo, los niños en el fondo de la imagen no pueden parar de llorar.

Chapare. Dos mil metros más en bajada a 120 kilómetros por hora por una ruta doble mano de un solo carril repleta de camiones de carga. La mujer que viaja delante mío, una turista, cierra los ojos todo el camino y al bajar insulta a los gritos al chofer en inglés, que por supuesto no entiende las palabras pero sí la clara agresividad del mensaje. Su respuesta, sin embargo, consiste simplemente en darse vuelta y seguir mascando coca, mientras habla por teléfono al volante. Nosotros debemos seguir nuestro viaje con él asi que, dadas las circunstancias, lo mejor es dedicarse al paisaje. Estamos ahora en una región tropical, caliente y verde. El agua acá brota también del cuerpo propio y nutre con estos ríos torrentosos toda la tierra. El agua acá lo hace todo, lo colma todo. Hay bananas, naranjas y mandarinas por todas partes. El Chapare es hermoso, realmente hermoso.

Chipiriri. No veo cercos ni delimitaciones de ningún tipo en las callecitas de tierra del pueblo, asi que arranco una naranja de un árbol cualquiera. Un chiquito me ve y empieza a gritar: "¡¡Se está robando naranjas, se está robando!!". Primero sonrío y le explico que solo quiero probar una, pero después me asusta con sus gritos que continúan y, por lo tanto, dejo de robar, aunque las frutas se estén pudriendo en el suelo, bajo los árboles. No son para cualquiera, menos para mí, claramente. Vamos a la casa de un productor de coca que mi padre conocía. Entramos en un ambiente techado y sin ventanas donde la familia nos convida asiento y, por supuesto, naranjas para degustar durante la visita. Comemos con las manos. Hace calor, todos están descalzos. Charlamos y en algún momento este hombre nos cuenta sobre la época en que sus hijos, y casi todos los hijos del pueblo, iban a la escuela riendo y volvían llorando; sobre la época en que esos hijos se despertaban con la casa rodeada de "fuerzas especiales" y su papá huyendo por la selva, o su papá cautivo trasladado a La Paz, a cientos de kilómetros de casa, por tiempo indefinido; o su papá procesado por narcotraficante y cumpliendo una condena en libertad condicional, viajando cada lunes a notificarse a otros tantos kilómetros de casa, dejando otra vez a la familia fragmentada. Esos padres son ahora concejales y alcaldes masistas. Hay uno, en el pueblo vecino, que no tiene un pie, perdido en uno de los enfrentamientos.

"Chipiriri es la jungla", nos dice la dueña del hotel con pileta y baño privado donde nos alojamos en Villa Tunari, a unos veinte kilómetros selva afuera, hotel para ejecutivos y empresarios.

Dice "es la jungla" como quien dice "está en el corazón de las tinieblas, y es la perdición". Y continúa: "Si ahí se hacen adictos a la coca de tanto acullico, que no da hambre ni sed ni calor y así nomás se enferman de coca, pues". La señora, por otra parte, ni se da por aludida cuándo le preguntamos cómo es que le va tan bien con su hotelito en medio de la nada, como si su relativo bienestar económico no tuviera a todo esto nada que ver con la producción local de coca.

Puerto Villarroel. Desde un gran mirador, a la orilla de un río navegable que transporta cargas hacia el Amazonas, resumimos los días del viaje. Nos quedamos horas y días allí, recordando quizás, sacando fotos del movimiento portuario. Veo desde allí gente viviendo con casi nada. Las casas en las rutas de la zona se elevan sobre palos, como en la costa del río, aunque estén a kilómetros de él. Es zona de inundaciones. Sobre los palos, las paredes de madera llegan hasta la mitad de la altura entre el piso de la casa y el techo, como una baranda que apenas resguarda de algunas caídas. Y eso es todo. No tienen vidrios ni ningún tipo de cerramiento: puro aire, Chapare puro mirador. Veo un hombre y una mujer sentados frente a su casa, sobre las piedras. No hacen nada aparentemente, ni siquiera nos ven pasar, de espaldas a la ruta parecen santos. Y no se necesitan más que unos segundos para registrar cuánto hay, cuánto poseen. Prácticamente nada: unas ollas, unas botellas, naranjas, papas, una mesita tal vez. Me siento tentada de contrastar esta imagen con el ideal ascético de ciertas órdenes religiosas, pero no, acá se trata de otra cosa. Para aquel la vida sin nada constituye un telos, la consumación de una vida moral y espiritualmente más elevada en la contemplación desinteresada del mundo; pero nunca prescriben vivir como un despojo, sino vivir despojado. Y es esa distinción lo que me disuade.



Este paraíso natural es un infierno humano. Historia de migrantes, trabajadores que se radican acá o allá, en las alturas o los valles, en las minas o los cocales buscando una oportunidad, una sola. Y para sobrevivir, nada más, se asocian en sindicatos, cooperativas y, a fin de cuentas, partidos políticos que llegado el caso asumen el poder de Estado. Interesante síntesis... En el taxi-colectivo una evangelista intenta convencernos de que vivimos los tiempos del Apocalipsis. Si viviera en Bolivia, francamente le creería.

Santa Cruz. Por primera vez en la ciudad camba, antes de llegar tenía la expectativa de encontrarme con una Miami sudamericana, algo ostentoso y brillante. Una vez allí, solo encontré Bolivia una vez más, con sus mercados, su pobreza y su misterio. Nada distingue en esencia esta ciudad de las otras, con su centro aldededor de una plaza y una iglesia cualquiera, y la gente oscura, igual de oscura, poblando sus calles. Nada la distingue en esencia, salvo por los pretendidos esencialismos que pueden percibirse flameando en las banderas verdes y blancas de la autonomía; salvo por la elocuencia de sus paredes: "Evo, Santa Cruz es tu tumba", "Muerte a los collas cochinos", "Colla perro puto maldito", "Evo-Cocaína" y así siguiendo.

Los cruceños no se andan con vueltas, al menos no en lo que respecta a expresiones de oposición al oficialismo en general, y expresiones de racismo en particular.

Adentro de un bar veo jóvenes jugando al solitario en sus Pcs personales.  Afuera una señora vende mangos y chirimoyas. Tenemos que esperar horas hasta que salga nuestro bus a Yacuiba, de regreso a Argentina. Moderno complejo de cines para hacer tiempo, me duermo en medio de una esas malas películas de acción.

Yacuiba. El viaje ha vuelto a su principio, o ha llegado a su fin. Con los ojos rotos en la madrugada cruzamos a la Argentina. Hay quienes entienden en la distancia la América Latina como un solo bloque cultural, lingüístico e histórico, una unidad homogénea de sentido. Pienso eso entre un bostezo y otro. Hay ciertas fronteras y distinciones, sin embargo, que al ser transitadas con los propios pies sobre la tierra, estas tierras, se sienten bien distinto, en un estado de revelación permanente. En medio de la noche no se ve nada, pero acá la oscuridad, como allá, tiene su luz propia.

Texto : Mariana Lanusse
Fotos: Mariana Lanusse + Federico Lanusse

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