Crónica de un viaje con aguas y con estrellas

En la canción que lo consagra como uno de los trovadores de nuestro tiempo, Facundo Cabral comienza diciendo: "Me gusta andar, pero no sigo el camino, porque lo seguro ya no tiene misterio”. El espíritu de esa declaración aventurera está presente en los caminos del Tercer Mundo, que son tan imprevisibles como encantadores: en cuestión de horas se pasa de cordilleras y volcanes a espesas selvas tropicales, del frío de las montañas a los mares luminosos del Caribe, del bullicio de las ciudades al quieto silencio de los paisajes nocturnos. Amar es un viaje con aguas y con estrellas, dice Pablo Neruda. Y así lo sentimos en los ríos de la selva y frente a las olas del mar, en la abierta ventana del día y en aquellos sonidos de la tierra cuando el cielo se llena de constelaciones.

Salimos con Martha, mi esposa, y dos de mis hijas, Stephanie y Lucía, de San Salvador hacia Cancún a las seis y media de la mañana del viernes antes de la navidad, listos para un trayecto de 1,500 kilómetros que debíamos cubrir en dos días de largas jornadas frente al timón. De todo llevábamos lo suficiente, menos de música: un solo cassette nos acompañó en nuestra larga travesía; lo cantamos entero tantas veces, que terminamos recitándolo de memoria.

El río de aves infinitas
Antes de las nueve habíamos cruzado la frontera de Anguiatú, en el departamento salvadoreño de Santa Ana, y entramos a la carretera montañosa que pasa al borde de Esquipulas y continúa hacia la Ruta del Atlántico, en el occidente de Guatemala. Allí el paisaje se convierte una vasta planicie que se extiende hasta Puerto Barrios, en la costa del Océano Atlántico. Al mediodía estábamos llegando a Río Dulce y nos detuvimos en la cúspide del puente para disfrutar la vista impresionante de aquellas aguas tranquilas pobladas de catamaranes y veleros, flanqueadas de acantilados y montañas escondidas detrás de la bruma.

Tomamos una lancha en el embarcadero para recorrer el Lago de Izabal. Conocimos el Castillo de San Felipe, la Isla de los Pájaros, el Biotopo del Manatí y las aguas termales al pie de uno de sus más alejados farallones. Seguimos navegando en el cañón del río hasta el puerto de Livingston, en las costas caribeñas de la Bahía de Amatique, donde hace un par de siglos se asentó la tribu Garífuna, huyendo de la esclavitud. Maestros en las artes de la danza y la cocina, estos fornidos y pacíficos negros antillanos preparan sus platos tradicionales en antiguas ceremonias donde intervienen hasta cantos. De una de sus exquisitas mariscadas –la sopa de caracol– tomó el nombre la "Banda Blanca”, el grupo musical originario de Progreso, en la costa norte de Honduras, para componer la canción que les dio fama mundial. En el videoclip, aparecen auténticos garífunas bailando al compás de su "Punta”, una pequeña muestra de su riqueza cultural, resultado de las tres sangres que conformaron su etnia: la de los indios caribes y araucos de la América de Sur, con la de las razas africanas que trajeron a esta parte del mundo las grandes potencias colonialistas de Europa.

Regresamos avanzada la tarde al pueblo de Río Dulce. Cientos de pescadores lanzaban atarrayas desde sus cayucos para levantarlas llenas de jaibas y mojarras. Pudimos ver decenas de tortugas tomando el sol sobre las rocas antes de retirarse a la orilla de los manglares, y miles de garzas, patos y pelícanos en su concierto diario a la hora del crepúsculo.

Nada sucede un minuto antes
Al día siguiente continuamos nuestro viaje con un sol espléndido hacia el norte del Petén. Cuando llegamos a la curva traicionera del Km. 325, tan lisa como el garífuna aceite de coco, nuestro carro patinó describiendo un círculo completo sobre el pavimento. Después de unos larguísimos segundos, logré detener el carro apenas a un metro de la zanja que termina en un paredón de pura piedra caliza. La Providencia quiso que no viniera ningún otro vehículo detrás ni enfrente de nosotros, salvándonos de un accidente contra buses, automóviles y camiones que circulan a un mínimo de 120 kilómetros por hora, en una calle de dos carriles sin división. No tuvo la misma suerte un pick up doble cabina, color gris y de modelo reciente, que encontramos con el techo abollado y las ventanas abiertas, recién abandonado en contra de la vía.

Pocos kilómetros adelante vendría la oportunidad de botar el estrés. Un pequeño rótulo blanco nos anunció que llegábamos al cruce del puente La Puente. Mientras comentábamos ese nombre tan original, nos volvió el alma al cuerpo y recordamos que podíamos entretenernos con trabalenguas y adivinanzas. Así, salieron del pozo memorioso aquellos tres tristes tigres, aquel Pablito que clavó un clavito, el poco coco como y otras expresiones del ingenio popular. No podría decirles quién los disfrutó más, si Lucía a sus 8 años, o los otros niños que nosotros también llevamos dentro.

La eternidad de la carretera se detiene en una bifurcación al borde del Lago Petén Itzá. A la izquierda, en 15 minutos se llega a Flores, la capital del Petén, una pequeña ciudad en medio del lago, con el hechizo de las noches bohemias en el corazón de la selva. A la derecha, la calle conduce a Tikal, el imponente centro ceremonial de los mayas, situado a unos 60 kilómetros desde allí.

Las lágrimas de Chac
Después de devorar distancia en un día despejado, nos llegó la penumbra en el último tramo de la carretera, al tomar el desvío hacia el pueblo de Melchor de Mencos, en la frontera con Belice. Fueron casi 30 kilómetros terraceados, sin asfalto, en la tupida selva tropical que es preciosa de día, pero completamente hostil en el negro de la noche. El Dios Maya de la Lluvia hizo caer una leve llovizna que había terminado por convertir el camino en un gigantesco lodazal.
Encontramos un bus interurbano que no pudo con el terreno tan resbaladizo y se atascó en la orilla de la carretera. Quedó inmovilizado bajo el cobijo de una Ceiba Pentandra, considerado por los mayas el árbol central del mundo. Los pasajeros continuaron a pie, en fila india, las mujeres con canastos en la cabeza y los hombres con sus mochilas a la espalda, cargando en la húmeda vereda pantes de leña, niños y gallinas.

Te veo venir, soledad
Los trámites en la frontera de Guatemala duran, a lo sumo, diez minutos. Nada que ver con lo que cuesta pasar la aduana de Belice, donde hay que hacer colas, pagar impuestos y presentarse personalmente al Oficial de Migración.
A juzgar por el tiempo que los beliceños se toman para hacer casi todo, parece ser que estos súbditos de Su Majestad la Reina Isabel no tienen mayores preocupaciones, ni siquiera la de pintar las carreteras ni colocar señales de tránsito. La Western Highway es una larga oscurana donde la mayoría de los cruces se escogen por instinto. Fueron millas y millas sin saber a ciencia cierta hacia dónde nos conducíamos.
La extensión territorial de Belice es prácticamente igual a la de El Salvador, pero con la diferencia que su densidad poblacional es apenas de 11 habitantes por kilómetro cuadrado, contra los 300 y pico de nuestro promedio. Entre otras cosas, esto significa que no se encuentra un alma en el camino.

Por fin, en un tramo de tierra lleno de baches, encontramos un hombre con la camisa de fuera, caminando con toda la tranquilidad del mundo y socorrido por una linterna que debe haber tenido las pilas en el último suspiro.

–Buenas noches, disculpe, señor, ¿Para dónde va esta carretera?
–A la ciudad de Belice –nos contestó en el terrible castellano de los beliceños– Les faltan 43 millas.

Tumbas a babor y estribor
Una hora más tarde vimos una tenue claridad a lo lejos anunciando la entrada a la ciudad. Desde los primeros faroles del alumbrado público, encontramos a cada lado de la carretera esculturas de ángeles y de santos, cientos de cruces de mármol, de metal y de cemento. Estábamos en medio de monumentos sepulcrales, lápidas, placas y epitafios, todos pintados de blanco y alineados en sendas calladas y angostas. Era la arquitectura mortuoria del Lordridge Cemetery, la bienvenida fantasmal a la ciudad de Belice. Recostado sobre los barrotes del camposanto, alguien –vivo o muerto– de camisa blanca y con ambas manos en sus bolsillos, parecía estar viendo pasar el tiempo.

Dejamos atrás aquellas luces de oración y llegamos a una gasolinera Texaco, donde pregunté por un hotel para conceder descanso a mi tripulación hambrienta y fatigada. Me dijeron que siguiera el Cemetery Road hacia el centro de la ciudad. Había un carnaval navideño en las calles, y todo aquel con quien hablé mostraba los signos universales de los tragos de la fiesta.

No encontramos habitaciones en ningún hotel. Nos tocó dar vueltas y más vueltas en las callejuelas de aquella ciudad de viejas construcciones de estilo victoriano.

Una noche frente al Belice River
A eso de las nueve de la noche llegamos a un hotel que estaba lleno de turistas holandeses. Eran gente mayor. Un grupo grande estaba en lo mejor de la sobremesa, mientras algunas parejas leían en el corredor. Las paredes estaban decoradas con litografías de la selva beliceña, reservas ecológicas, ruinas mayas y vistas espectaculares de los cayos.

Me acerqué al mostrador.

–Necesitamos dos habitaciones dobles –dije a la recepcionista.
–Lo siento, el hotel está lleno –me contestó.
–Hemos preguntado en varios hoteles y en ninguno hay habitaciones disponibles.
–Estamos todos llenos por la navidad.
–¿Sería usted tan amable de buscarnos habitaciones por teléfono?
–Con todo gusto –me dijo amablemente.
Tomó su directorio telefónico y comenzó a hacer llamadas.
–Hold on, Albert –dijo después de 10 minutos. Puso su mano sobre el auricular y me dirigió la mirada.
–Encontré dos habitaciones disponibles en el Hotel Belcove, que está muy cerca de aquí. Tienen la misma tarifa que la nuestra. ¿Quieren que se las reserve?
–Si, por favor –contesté, y le di mi nombre.
Al terminar la llamada, se levantó de su silla de madera con respaldo de mimbre. Cerró el directorio y colocó sus brazos abiertos sobre el vidrio del mostrador.
–Sigan esta misma calle hasta llegar al puente –nos indicó, señalando a la derecha con su dedito moreno lleno de sortijas– No lo crucen. Sigan la calle lateral y encontrarán el hotel media cuadra. Al llegar pregunten por Alberto. El hotel tiene una vista preciosa al Belice River.
–Mil gracias, señorita, que pase una feliz noche –respondió Martha.

Después de algunos pasos en falso, llegamos al hotel. Dos hombres conversaban alegremente en la acera, bebiendo cada uno su respectiva cerveza Belikin, que inmediatamente adiviné que no era la primera ni sería la última. Uno de ellos resultó ser Alberto. Después de encomendar su cerveza al amigo, me cobró las habitaciones, anotó mi nombre en un cuaderno y me dio las llaves. Nos ayudó a subir la maletas y se despidió.

En cuestión de diez minutos cayeron redondas todas mis valientes.

Salí a buscar algo de cenar. Regresé con dos órdenes de camarones con papas a la francesa, que compré en un restaurante chino de los que abundan en la ciudad de Belice. Mi tripulación ya dormía profundamente. Con ganas de conversar, pero sin quórum, crucé las piernas sobre la cama. Cené despacio aquellas frituras beliceñas y el sueño me dobló leyendo Doce cuentos peregrinos.

Tocamos tierra
El día amaneció precioso. Después de un corto recorrido por la mejor zona de la ciudad, salimos hacia nuestro destino final. Decidimos parar a media mañana en Chetumal, la primera ciudad en territorio mexicano. Nos merecíamos unos tacos de carne asada con salsa de chile habanero y nos los dimos con el mismísimo placer de los marineros que por fin tocan tierra firme.
Con la barriga llena y el corazón contento, entramos a las larguísimas rectas de la Carretera Federal 307, paralela al mar, en el Estado de Quintana Roo. El Capitán y su tripulación de nuevo andaban y al andar cantaban, como en el desfile del pueblo unido que narra Boris Pasternak en el Doctor Zhivago. Nuestra música no era la de la Armada Roja en las estepas rusas, sino la del fiel cassette que compré por quince pesos en uno de los costados de la Catedral de San Salvador.

La hora en el templo
Sobre las cuatro de la tarde llegamos a Tulum. Estar en esa ciudad amurallada que construyeron los mayas frente a la inmensa llanura del mar en el período clásico tardío, produce una elevación espiritual que transporta a la naturaleza radiante innata en cada cosa viviente. Contemplamos el silencio de los templos y la sabiduría ancestral que colocó cada una de las piedras en alineación perfecta con los fenómenos sin tiempo de la mecánica celeste.

Borges, el ciego que lo veía todo, escribió en Ficciones: "Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o talvez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música...”

En Tulum comienza la Riviera Maya. Cuatro carriles impecables atraviesan la zona turística más desarrollada de esta región, llena de sitios arqueológicos y de lugares de ensueño frente al mar. Ningún tiempo sería suficiente para descubrir los tesoros naturales, la herencia sagrada y la riqueza histórica de esta península maravillosa.

Los jardines submarinos
Una de nuestras más lindas experiencias fue explorar el mundo subacuático del arrecife. Nos embarcamos en Puerto Morelos hacia la barrera coralina, la segunda más grande del mundo después de la Gran Barrera Arrecifal de Australia.

Es realmente una belleza admirar aquella multitud de peces, crustáceos, algas y moluscos que viven en armonía divina con la hermosa flora submarina. A menos de un metro de la superficie del mar, que comenzaba a picarse por la amenaza de lluvia, paseaban meros y barracudas entre los abanicos de mar y los corales. Nadamos siguiendo la ruta de cardúmenes de peces ángel y ardilla, que de pronto se dispersan sin razones aparentes. Otros, como el pez loro arco iris y el escorpión, se desplazan solitarios a mayor profundidad y se quedan quietos de repente, como suspendidos en su territorio transparente.
En la entrada de las cuevas se alcanza a ver langostas moviendo solemnemente sus antenas y cangrejos que se defienden desde lejos, abriendo sus tenazas cuando advierten que han sido descubiertos.
Era hora y media la que llevábamos dentro del agua. Siguiendo las instrucciones de su capitán de puerto, Beto, nuestro guía, nos llevó de regreso a la lancha cuando vio que la tormenta comenzaba a arreciar y la bandera amarilla había sido izada en el muelle.

Seguirá la historia
De la ciudad de Cancún no les hablo ahora porque tendríamos otro tema para largo. Es un destino turístico espectacular, de una belleza natural deslumbrante. Valdría la pena hacer el viaje únicamente para tomar el sol del trópico en aquellas playas de aguas tibias color turquesa, de tumbos pausados y finas arenas blancas, formadas a fuerza de milenios por materia calcárea pulverizada, proveniente de los corales, caracoles y otras especies que en otras vidas habitaron los arrecifes.
Pero Cancún, además, es la vida nocturna y todos sus excesos; noches de fiesta en el mar, tan formales como para damas en vestido largo o libres como los reventones caribeños bañados de tequila, con el arraigo nativo del paso del limbo sobre la arena de las islas.
Igual se puede acompañar a los niños a Wet’n Wild o sentirse Hemingway en un día de pesca de altura, explorar los verdores de la selva o vivir la magia milenaria de la arqueología, tan presente ahora como siempre en ciudades como Chichen Itza y Uxmal.

Alguna vez les diré que me impresionan los contrastes de una de las mayores concentraciones hoteleras del mundo, en la que brillan los cristales de Swarovski y se venden por toneladas los perfumes de Chaumet, Jean Paul Gaultier y Guerlain; donde se entra por elevados atrios a los Westin, Hilton, Fiesta Americana y Barceló; donde se bebe agua de Perrier a precios de oro, pero donde también, a media hora de camino, aquellos que viven allí se agachan para entrar a sus chozas y recogen agua llovida en barriles oxidados.

También les contaré que en el camino de regreso vimos Belice de día. Esa es otra historia. El sol transforma aquella soledad oscura en una selva hermosa, atravesada por nítidos ríos verdes que corren cantando directamente hacia el alma. La corriente de agua se estrella contra las rocas; monos se desplazan colgándose de lianas en los árboles; cocodrilos y tortugas asoman sus colas y cabezas, y bandadas de aves blancas circundan el cielo con su perfecta geometría voladora.


San Salvador, enero de 2001


Texto y fotos: Joaquin Fernández