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[art_4] España: La Hispania fenicia y cartaginesa
Muchas leyendas y pocos monumentos
 
Biblos (la ciudad que dio nombre a los libros; biblioteca), Sidón o Tiro. Dioses como Melkart del que saldría el Hércules griego, Astarte o Tanit, diosa de la vida y de la muerte que exigiría en su honor molk o sacrificios de niños. Un pueblo comerciante; traficante de culturas y usurero al mismo tiempo. Aquel que inventó la escritura moderna y concretó el alfabeto y del que apenas, sin embargo, conservamos textos. El creador de Cartago que, mucho tiempo después de haber desaparecido Fenicia, quiso medirse con los romanos y, guiado por Aníbal, llevó su ejército de elefantes, atravesando los propios Alpes...

Todo lo que rodea a los Fenicios está envuelto en la bruma. Los conocemos a través de los textos griegos y bíblicos, con escasos restos materiales. Sabemos que su territorio original se encontraba en el actual Líbano. Organizados en polis independientes y con la sola riqueza de los cedros del Líbano, muy pronto buscaron en la navegación y el comercio su único futuro. Tan bien lo hicieron que sus colonias se extendieron más allá de las Columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar) y llegaron (quizás) a rodear África por el sur, conectar con el estaño de las islas Casitérides (¿Islas Británicas?) y hay alguna teoría, incluso, que asegura su presencia en las costas de Brasil.

De todas sus colonias conocidas destacaron dos: Cartago y Gadir. La primera (en la actual Túnez) terminaría por independizarse cuando Nabucodonosor conquistó las ciudades Fenicias. Pasó entonces a dominar las colonias occidentales y crear en Hispania dos grandes colonias, Eibissa y Cartago Nova.
Hubo, por tanto, dos Hispanias en este periodo. Una primera, dirigida por Gadir (y de la que nacería el reino de Tartessos, del que pronto hablaremos) y otra púnica o cartaginesa, con Ibiza y Cartago Nova como principales centros.

De la primera poco sabemos más que por textos, pero su templo de Melkart y su oráculo fueron famosos en todo el Mediterráneo antiguo. Lo que sí conocemos es que gracias a su influjo, los primeros españoles conocieron la vid y el olivo, el alfabeto, la almadraba para pescar atunes que aún se utiliza hoy, el descubrimiento de un pequeño molusco llamado múrex del que se extraía un color rojo intenso, el púrpura, color del poder durante toda la época antigua. Nos enseñaron también las técnicas de salazones y la elaboración del gárum, una exquisita pasta de tripas de pescado en salmuera que luego los romanos adorarían, como si fuera caviar (aún quedan restos de una fábrica en la propia Almuñécar, llamada entonces Sexi).

Toda esta civilización nos llegó unida a su religión, un extraño compendio de creencias que unían lo mesopotámico y lo egipcio. En vez de templos como hicieron los griegos, sus lugares sagrados se encontraban al aire libre, rodeados de pórticos, con un altar en el centro para las ofrendas. Existían también lugares sagrados en montes y cuevas (como luego harán los íberos) y una curiosísima prostitución sagrada en donde mujeres del templo (hieródulas) se ofrecían al visitantes como una forma ritual de acercarse al dios y, de paso, llenar las arcas del templo. Numerosos sacerdotes de cabeza rapada cuidaban de los oficios, como éste que se encontró en la bahía de Cádiz y ahora conserva el Museo Arqueológico de Madrid.

Sus sucesores, los cartagineses o púnicos mantuvieron gran parte de la cultura fenicia, aunque dándole un carácter imperial y belicoso que le llevará a enfrentarse en tres ocasiones con la otra gran potencia del Mediterráneo occidental, Roma, en las famosas guerras púnicas.

Sus restos materiales son mucho más abundantes y, si se visita Ibiza, entre la playa y la discoteca, sería muy aconsejable visitar la necrópolis de Puig de Molins (en la misma capital). De ella se han rescatado numerosos trabajos de orfebrería y terracotas (barro cocido) que representaban a sus numerosos dioses, como Astarté (diosa de la vida y la muerte) o a Beel (dios de la gierra, pero también del comercio). Son pequeñas estatuillas llenas de decoración (se llamó a este estilo orientalizante) y de una total despreocupación por la armonía, tanto en las expresiones como en las proporciones.

En Cartago Nova se fundó uno de los grandes puertos del Mediterráneo. Un puerto doble, con un lado interior que servía para refugiarse en tiempos de guerra y servir como astilleros (una forma semejante debió existir en Cartago).

Toda la ciudad se encontraba amurallada y aún queda un pequeño recinto excavado de estas defensas, con un pequeño pero precioso museo. La muralla era doble, con habitaciones interiores, que de nada le valió cuando el imperio Romano decidió invadir España para cortarle la retirada a Aníbal. Comenzaría entonces una nueva historia de la que aún vivimos: La Hispania romana.

Texto: Vicente Camarasa

Para saber más:
http://sdelbiombo.blogia.com

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