ed 09/2017 : caiman.de

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[art_3] Peru: Destino Pichanaki
  
Partimos de Lima muy temprano en la mañana. Después de un largo recorrido en auto nos encontramos a tempranas horas de la tarde en Ticlio –la carretera más alta de los andes peruanos a 4880 mts- desde donde todavía se podía observar montañas cubiertas de nieve más altas, pero sobre todo desde donde se podía también ver algunas llamas salvajes. Siguiendo el camino dirección oeste llegamos a uno de los pueblos cafetaleros de la ceja de selva: Pichanaki. Aunque sólo Pichanaki está a 600 km de la costa, el recorrido toma bastante tempo, pues hay que cruzar los andes por carreteras llenas de curvas angostas.



A pesar de que el sol ya no estaba tan fuerte, el calor aun era pegajoso en Pichanaki. Me moría por tomar algún líquido. Miré hacia los lados, pero sólo se veía unas casas y una estación de gasolina. A lo largo de la carretera principal había gente caminando o montando bicicleta. No hay opción nos lo dijimos con la mirada. Yo trataba de pensar en alguna frase que me animase a caminar.

En eso el sonar de una corneta que no era ni de un auto ni de una bicicleta nos hizo voltearnos. Me tomó un rato reconocer lo que tenía frente a los ojos. Era una especie de carreta grande para frutas con un pequeño banco incorporado en su interior donde podrían sentarse cómodamente dos personas. Esta carreta estaba acoplada de alguna manera a la parte trasera de una pequeña moto. Me quede contemplando esa invención selvática, hasta que alguien me sacara del trance cuando gritó: ¡Taxi!

El chico delgado que estaba al volante de la moto frenó de golpe. Un corto rato duró la negociación del precio entre ambos. Una vez que el muchacho que hizó un gesto de acertación, la señora subió. Al arrancar sólo quedó una nube de polvo enfrente de nosotros.



Ni paradas, ni rutas específicas existían para el moto-taxi, por lo que mantuvimos los ojos bien abiertos a la espera de otro. De rato en rato mi garganta me recordaba la necesidad del vital líquido.

En cuestión de minutos apareció otro taxi. Negociamos un precio con el conductor y nos montamos. La brisa durante el recorrido alivió el calor y la sed. Al principio rodamos por una carretera de asfalto, luego por una de tierra. A lo largo de esta última había unas cuantas hectáreas de árboles frutales de todo tipo. La boca se me hacía agua al ver toda la cantidad de frutas como cocos, naranjas, mandarinas, mangos, papayas y plátanos que guindaban de los árboles, pero sobre todo por las que permanecían sobre la tierra como esperando ser recojidas. Un gran numero de loros, guacamayas y tucanes volaban de un lado al otro de la carretera de tierra. Por un momento pensé que estaba en el paraíso. Mi esposo quien es experto en aves y estaba sentado a mi lado, miraba entre los árboles diciendo un sin fin de nombres de pájaros que anotaba con minuciocidad en su lista.



El espéctaculo que tenía frente a mis ojos me hizo olvidar totalmente que alguna vez tuve sed. En eso, el frenazo del taxista me hizo bajar de un golpe de la nube paradisíaca donde me encontraba. "Llegamos" dijó él. Así fue como ya nos encontrábamos frente al refugio donde nos quedaríamos esa noche. El chico nos hizo un gesto de despedida y dió la vuelta sin más que decir.

Para aquel entonces, la luz del día era ya tenua y nuestro cansancio grande. Caminamos unos metros. Nuestros pasos alertaron a los perros y a nuestros nuestros amigos que ya nos esperaban. Fue ahí cuando sentí el cansancio de todo el viaje. Mi bebé quien permació durmiendo en mis brazos todo el tiempo, estiró sus brazitos y sonrió en sueños. Nuestros amigos nos indicaron nuestra habitación. Una agradable cena, pero sobre todo una inmensa jarra de agua fue lo mejor para terminar el día. Apenas entramos al cuarto, me tiré en la cama.

Texto + Fotos: Alejandra Huaynalaya

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