[art_3] España: Naomi (parte 2 de 3)
(ver parte 1)

A pesar de la locura que representaba, decidí intentarlo. El sentimiento de abandono era más fuerte que el miedo. Necesitaba como fuera otro ser para calentar mi alma. Yo sólo ya no valía, necesitaba un otro para no morir por dentro.

Dejé mi mochila al lado del depósito y me desnudé. La ropa no me calentaría y sería más difícil nadar con ella. Por pudor dejé mis calzoncillos puestos, ya que me iba a encontrar con otra persona al otro lado del canal. Apreté mucho la correa del casco para que me quedara muy fijo en la cabeza, me puse el cinturón con la pila y me sumergí en el agua helado. Noté como el frío del agua me mordía el cuerpo, como mi piel se estremeció en un vano intento de escaparse de esta tortura. Había respirado, no, había succionado todo el aire que había podido, cada pliegue de mis pulmones estaba lleno de aire: tenía quizá dos minutos, con mucha suerte. Mientras buceaba, intenté controlar el reloj. Si después de un minuto no veía nada, regresaría y si lo consiguiese, volvería al pueblo, me emborracharía y me olvidaría de que una vez en una cueva había oído un órgano y sentido la necesidad de otro ser como nunca antes.

Todo resultó diferente de lo que me había imaginado: bastante diferente, la verdad. Para empezar, el canal realmente me llevó a la cueva del órgano, justo cuando acababa un tiento de Cabezón. Ni medio minuto necesité para atravesar el canal. Salí del agua lo más rápido posible, el aire de la cueva me pareció caliente en comparación, y me quedé estupefacto por lo que veía. Una catedral de las más grandes que había visto, si no la más grande. La más catedral, eso seguro. Se veían dos naves, la transversal y la lateral, que formaban una cruz perfecta, como si hubieran sido construidos. En lugar de los bancos repletos de creyentes, escuchaban filas de estalagmitas y sus parejas devotamente quietos la música. Justo donde las naves se cruzaban, se abría un espacio grande, vacío que normalmente sería el lugar del altar. No había altar, pero si una ábside enorme que albergaba el órgano. Y luz. No me había dado cuenta antes, pero ¡había luz! Se veía todo claramente hasta fuera del cono de luz que emitía mi linterna, un poco umbroso quizás, pero se veía. ¿De dónde podía salir tanta luz en una cueva escondida en el corazón de una montaña? El problema tardó en resolverse, porque de repente sentí, a pesar de que mis piernas aún estaban entumecidas, como una piel peluda se frotaba contra ellos. Al mismo tiempo llegó un ronroneo a mi oído. Me puse en cuclillas y estreché una mano para acariciar el gato — casi un reflejo para mí. Los gatos siempre me han gustado y cuando veo a uno le tengo que acariciar. No puedo evitarlo, ni siquiera en una situación como ésta. Acerqué lentamente mi mano al gato que se había apartado un poco debido a mi movimiento y que me estaba mirando fijamente. Le dejé oler mi mano, y entonces la subí para tocar su cabeza.

—Yo que tú no la tocaría. Araña.

Ya era tarde. La gata —como ahora sabía— levantó una pata y antes de que yo pudiera hacer nada, mi mano ya sangraba. Tres rasguños rojos demostraron que me había precipitado en tocarla. Los observé fijamente como si de un milagro se tratara.

—Lo siento. De verdad. Es que tiene un carácter un poco especial —oí por segunda vez la voz, ahora acercándose rápidamente. —Soy la única que la puede tocar, que sabe tocarla. ¡Hola!, por cierto.

Una de las muchas cosas que no puedo ver es mi propia sangre, soy hijo de un carnicero y dicen que nos pasa mucho a los carniceros (dentro de los me cuento yo por herencia, aunque nunca he ejercido) que no soportamos ver nuestra sangre. Suponía por la información sonora que la mujer, la organista — dos veces me había equivocado del sexo, había supuesto con naturalidad que se trataba de machos, cuando en realidad no lo eran—se hallaba ahora a mi lado, e incliné el cuerpo ligeramente. Nos dimos dos besos, yo sin verla siquiera, porque estaba al punto de desmayarme por segunda vez en este día. La verdad es que la imaginación de esta escena me hace mucha gracia ahora: yo más desnudo que vestido, temblando de frío y del inminente desmayo con mi casco rojo y reloj negro puestos, inclinándome para darle dos besos a Naomi... Su nombre supe más tarde, lógicamente, cuando ya me había dado algo que ponerme, me había puesto una tirita encima de las tres huellas del desentendido entre animal y humano, me había preparado un té muy caliente. Y yo en medio, atontado sin fin, y no sabiendo si era real o si me estaba inventando mi versión particular de la vida después. Me debí de haber dormido, porque los recuerdos que tengo no cubren el tiempo que había pasado, cuando ella dejó de tocar y vino a sentarse cerca de mí. Había oscurecido en la caverna, cuando vino y estrechó su dedo hacia arriba.
—¿Ves esto? —me preguntó. —Es mi hora preferida del día. El azul del cielo de esta hora es precioso, muy precioso, ¿verdad?

Así se resolvió el problema de la fuente de luz y de la otra entrada. La cueva tenía un enorme hueco en el techo. La cúpula de la Catedral estaba abierta, pero daba a una zona tan difícil de llegar que ni los indígenas la conocían.

Naomi encendió algunas velas, mientras yo la observaba sin fuerzas para mover ni un solo dedo. Miraba su pelo castaño corto, sus manos finos, su figura moviéndose delante de mí, su cara con la mandíbula ligeramente demasiado grande, sus ojos vivos, tan vivos y el reflejo de las llamas en ellas. Pero insisto todavía hoy que este no era el momento cuando me enamoré de ella. O me había enamorado antes, en la Cueva de la Soledad como la íbamos a llamar más tarde, en busca de calor humano y tomando ella como representante de todo lo bonito que puede haber entre dos ejemplares de la misma especie. O me enamoré mucho después, casi cuando era tarde ya. No lo sé y de hecho no me ha preocupado nunca demasiado definir el momento en que me enamoré de ella. Siempre me ha bastado saber el hecho.

No obstante la primera noche en su cueva (ya nunca más hablé de mi cueva) fue algo tan especial como normal. Normal, porque no fue la única vez que me ha pasado algo semejante y especial, porque cada vez es como si fuera la primera experiencia de este tipo. Este sentimiento que todos hemos tenido algunas veces, el de tener la sensación de ya haberse conocido anteriormente, de conectar profundamente a pesar de que hay un instrumento tan inútil como es la lengua en medio, este profundo sentimiento de amor hacia no la persona misma, sino hacia el esquema, hacia el patrón de la persona. El de encontrar una vida delante de los ojos y de poder compartirla de una manera genérica, de poder compartir los altibajos profundamente, porque encuentras recuerdos de los mismos en ti. Yo diría que en estos momentos reconocemos nuestras raíces comunes, nos reconocemos como especie, si no fuera que esto sí pasa, pero contadas veces. En vista de la pobreza de la lengua, que nos limita tanto en estas ocasiones, nos ayudamos con expresiones como «hemos conectado muy bien», «hemos pasado una noche fantástica», «era como si le conocía ya», pero la única información interesante en aquellas frases es el plural. El nosotros, pues eso es lo que se siente profundamente: el no estar sólo en el mundo. Unas pequeñas vacaciones de la soledad que es el Yo.

Naomi tenía en este momento quizá dos, tres años más que yo, o sea se estaba acercando a los cuarenta. (Mucho más vieja que tú, ¡belleza de mi nieta!) Hacía cinco años que se había decidido pasar un tiempo indefinido en la cueva que ella misma había descubierto años atrás. Como escaladora era impresionante pero poco pretensiosa y por eso no me sorprende ni lo más mínimo que justamente ella había logrado encontrar la cueva: el terreno alrededor de la apertura de la cúpula era lo suficientemente difícil para hacer rehuir gente como yo y no lo suficientemente prestigioso para atraer la atención de los grandes. Además ella tenía una vista impresionante y parecía haber nacido más cabra que humana cuando se movía por las montañas. Olía los sitios de belleza singular o los donde crecían hierbas especiales.

Había nacido con música, con música de órgano además. (Su madre le había contado antes de su muerte precipitada que incluso fue concebida en una iglesia durante un concierto.) Había sido una niña prodigio, una de estas que con siete años ya tocan en las grandes salas de concierto de este mundo. O mejor dicho, en su caso particular, en las iglesias con los órganos de más prestigio. Con cuatro tenía su primer concierto, con ocho fue a tocar a Dresden, el mismo órgano que Bach había tocado siglos antes. Cuando tenia doce, la música de órgano se puso de moda en Japón y en ciertas partes de las Américas. Sus padres dejaron sus trabajos y fueron con ella a donde pagaban para verla. Con diecisiete había ganado ya tanto dinero que en su vida habría podido gastarlo, si no fuera porque lo regalaba.

Con veinticinco vino la primera crisis auténtica y dura. Había ganado todo premio que merecía el nombre y de repente —un día caminando por la calle comiendo un helado de chocolate— se encontró con un gran vacío delante ella. Cayó, pero no mucho. Se recuperó después de relativamente poco tiempo y empeño un viaje largo dando conciertos gratuitos para la gente pobre en cualquier lugar donde tenían un órgano. Viajaba con su propio afinador y un especialista en restauración de órganos. Cuando se fue después de un concierto, dejaba los órganos impecables, en perfectísimo orden, o si no valía la pena ya, compraba uno nuevo. Le empezaron a otorgar más premios, esta vez en nombre de su humanidad o de su trabajo para la mejora de la música de órgano.

Mientras tanto se había enamorado y desenamorado como cualquier otro persona del mundo, había dado, había recibido, había hecho daño y le habían hecho daño. Había engañado y sido engañada. Había estado en el séptimo cielo y tanto en el sexto como en el octavo infierno. Se había casado y divorciado, había tenido un aborto. Había visto su propio plumero y el de los demás.

La segunda caída no fue una caída: fue un resbalar, un lento pero imparable resbalar hacia la autodestrucción.

Todo eso me contó en la primera noche sin tener que hacer demasiadas palabras: no eran necesarias. La entendía sin ellas y ella lo sintió. Sin embargo hablamos hasta que la luz había vuelto a iluminar la cueva con esta luz umbrosa. Pero hablamos más por el gusto de sentirnos entendidos a un nivel mucho más básico que el que proporcionábamos con lo que contábamos. En realidad, poco importaban las palabras que llenaron la cueva, poco importaba lo que nos había hecho estar dónde estábamos: lo que importaba era sentir la otra alma tan cerca... y para esto necesitábamos un pretexto, pues difícilmente habríamos podido estar callados mirándonos a los ojos y sonriéndonos toda la noche.

También hicimos el amor, pero esto no fue hasta la cuarta noche. Yo había dejado de ser cura, me había liberado de la iglesia justamente porque no me sentía completo — aparte de lo de las cuevas. Quería saber de lo que hablaba y consideré que un recluso entre los muros del celibato no cumplía este requisito que yo mismo me había impuesto. Sin embargo, nunca he sido capaz de considerar normal el acto sexual. «La cosa más normal del mundo» nunca lo ha sido para mí. Temo el deseo dentro de mí, porque no puedo evitar pensar que ensucia el sentimiento de profunda amistad. No, no pienso: es una reacción que se provoca sola. Hace mucho tiempo caí en la trampa de que el amor verdadero es el casto y no he sabido salir de la trampa.

Naomi me preguntó. Interrumpió la conversación de repente y me preguntó: —¿Quieres acostarte conmigo? —no de una manera sobria, como se podría pensar oyendo sólo las palabras, pero tampoco demasiado excitada. Desde la primera noche (que más bien fue un día) habíamos dormido juntos en la misma cama —sólo había una— abrazados y muy cerquita, pero no fue más allá. Y ahora venía una suerte de propuesta, insisto: sin la connotación fría que tiene esa palabra—, una propuesta a sentirse bien el uno con el otro. Extendía la mano y me acariciaba la cara, mientras yo vacilaba, como para decirme que no cambiaría nada si no quisiera. Pero quise.

Texto: Nil Thraby