caiman.de 07/2004
Argentina: El violinista
Era un día exitoso. Comió suficientemente, pudo vender unos cartones y hacía un par de días que había encontrado un lugar para quedarse. Se preocupó solamente por su hermano, el cual no pudo trabajar los últimos días porque lo afectó una gripe. Pero no tenían la plata para comprar unos remedios. Y robar estaba fuera de su imaginación. ¡Cosas como estas no las harían! Miraba a su hermano chiquito y empezó a mirarlo atentamente. El era hermoso, o mejor dicho, podría ser hermoso. Su pelo no estaba lavado hacía dos semanas como el resto de su cuerpo. Sólo la cara y las manos estaban más o menos limpias. Solían bañarse en los pozos de la ciudad, pero cuando hacía bastante frío no podían tener una ducha. Sus ojos enérgicos por entre sus rulos heredados de su padre. Eran ojos enormes y tenían un color marrón intenso con los cuales miraba cuando ella intentó enseñarle algo. En el ojo derecho tenía un puntito verde lo que había heredado de su madre. También sus pestañas eran largas para un chico, pero le sentaban muy bien. Su pequeña nariz no le permitía respirar por su mal estado.
Ella escuchaba entre sueños su respiración y se calmaba. Su boca quedaba abierta y ella podía ver sus dientes, aunque no pudiera visualizarlo bien porque estaba demasiado oscuro. El resto de la cara y del cuerpo estaban enrollados en mantas dobladas que encontraron en la calle. La almohada estaba de jersey.
El chico entreabrió sus ojos y vió a su hermana que regresaba de una larga noche. Se entendían sin palabras. Después el siguió durmiendo. Ella se acostaba cerca de su hermano. Se cubría e intentaba calentarse con una manta chica y su campera. Afuera ya dominaba la luz del día, pero en el sótano del edificio perduraba la oscuridad y se sintió seguro que nadie iría a encontrarlos. Mientras pensaba en su vida quedó profundamente dormida. Después de un rato, recuperándose, despertó en la tarde. Hacía frío y se sorprendió al ver un perro que calentaba sus pies el cual también aparentaba estar sin techo. Probablemente el no había comido por mucho tiempo y tal vez dándole calor a ella buscaba un poco de protección para su vida. Ella a cambio le dio un pedacito de pan viejo que atesoraba en una caja.
Entonces era tiempo de trabajar de nuevo y salía del refugio, pero antes se aseguró de que su hermano siguiese durmiendo y le daba un besito en la frente. Pisaba a la calle donde había un viento helado y corría dos cuadras hasta llegar a la entrada del subterráneo donde siempre hacía calor. Tenía que apurarse para encontrar un buen lugar. Bajaba la escalera y ya miraba a las otros chicos que ocupaban los lugares para pedir monedas a la gente. Los despreció porque no hacían nunca algo para ganar dinero sino que mostraban sus manos y nada más. A veces se vestían con ropa vieja y se ensuciaban sus caras para apiadar a la gente. Ella no tenía tiempo para pensar más en esos pibes porque tenía que andar en el subte unas estaciones para llegar a un lugar donde había mas gente. Claro que no tenía el dinero para pagar un boleto pero siempre encontraba una u otra manera de entrar gratis. Afuera hacía tanto frío que no podía caminar más que veinte cuadras para llegar a su lugar preferido. Se acercó a la entrada y miró al hombre de seguridad que ya la conocía y la dejó pasar.
¡Solamente una vez que el le no permitió entrar cuando ella había buscado algo dentro un camión de la basura y olía malísimo! Hoy la había saludado y había dejado pasar. Ahora faltaba entrar al subte directamente. La seguridad la permitía entrar el interior pero no los dejaban viajar en los vagones. Pero no hay problemas de todo eso. Ella caminaba hasta llegar cerca del kiosco que vende periódicos y cuando el subte tocaba la bocina intentaba correr por la puerta y esperaba que nadie fuese a bloquear la puerta. Pero todo estaba bien.
La gente dentro del vagón parecía desinteresada, leían revistas o se miraban con desconfianza. ¿Qué pensarían entre ellos? ¿Y de sus vidas? Le daba igual y se sorprendió al ver pasar a una mujer embarazada cuando escuchó al violinista. Lo había visto varias veces y la inspiró con su buena honda. El tenía pelo negro y ojos oscurísimos que a pesar de su mirada incisiva a ella le parecían muy tiernos. Muchas veces, él se vestía con una camisa verde y con su estuche pedía dinero a la gente. Sus melodías sonaban fabulosas. Eran obras que no tenían difusión en los medios pero eran maravillosas. Casi siempre conseguía que los pasajeros aplaudiesen y le dieran dinero.
Así que tenía un buen pasar. El violinista estaba empezando a ejecutar su instrumento cuando sus miradas se cruzaron. El músico suspiró y dedicó su canción a las personas que no vivieran adecuadamente, concretamente a esa niña de ojos marrones. Ella se dió cuenta por su mirada y se ruborizó. En el vagón no había ningún ruido molesto, sólo su música y ella. Y por un instante los libros y los periódicos quedaron en un segundo plano. Todos miraban y escuchaban atentamente al violinista que tocó las melodías con mucha pasión. Sus dedos corrían sobre las cuerdas como bailarinas al ritmo de la música. Ella estaba paralizada, pero por un momento al sentirse tan perdida por esas melodías, sus piernas empezaron a moverse involuntariamente. Comenzó a bailar y el vagón se convirtió en un pequeño escenario donde el violinista y ella eran las protagonistas. Cuando todo terminó, ella despertó como de un gran sueño y advirtió que la gente aplaudía con mucho respeto. El violinista alcanzó a abrazarla pero al instante el tren se detuvo y ella se perdió entre la gente.
Texto: Andreas Dauerer