ed 12/2015 : caiman.de

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[art_3] Colombia: Los Trópicos fríos – una excursión a la montaña cerca de Bogotá
 
Viene el momento en el que a uno le apetece escapar de la ciudad, por más fascinante que sea, para respirar aire puro y disfrutar del silencio verde de la naturaleza. Después de visitar durante una semana entera los monumentos y museos espectaculares de la capital colombiana, agguantando a la vez la "jungla" de hormigón y acero de esa metrópli de ocho millones de habitantes, su ruido y su caos de la circulación, mi amiga bogotana Angélica propone un día antes de mi partida realizar una breve excursión a la montaña cerca de la ciudad. Una buena idea, pero al primer instante estoy dudando un poco antes de decir que sí. Pues, estamos en Colombia y muchos dicen que la seguridad deja de existir más allá de las fronteras municipales de Bogotá – especialmente para todos con aspecto de extranjero – y nadie sabe exactamente qué tropa de Guerilla o Paramilitares está esperando actualmente en la emboscada de alguna sierra o jungla para dedicarse al deporte de exigir un precio de rescate. Pero finalmente resultan más fuertes la curiosidad y las ganas de obtener impresiones de un paisaje maravilloso.



En un bus de Ford de aspecto aventurero que podría estar expuesto en un museo de vehículos subimos lentamente las serpentinas que por la montaña en el noreste nos llevan fuera de la ciudad. Algunos llaman esta carretera circunvalar la "Carretera de la Muerte" – (no es un comienzo alentador para nuestra excursión).

Es que esa calle casi sólo lleva por declives y curvas que incluso para los indígenas son peligrosas. Sobre todo de noche se convierte en una principal causa de muerte, porque entre los montes – colmadas de unas vistas fantásticas al océano de luz de Bogotá – se encuentran las discotecas más de moda de la región. En esos templos del baile y de la diversión se consumen cócteles de todos los tipos y por ello casi cada fin de semana hay carros conducidos por jóvenes más o menos borrachos que caen desde alguna curva oscura al abismo. Unas cruces adornadas con flores al lado de la calle son tristes recuerdos de los accidentes. A pesar de los peligros hay que admitir que esa carretera es una de las más bellas de toda América: a la izquierda, en las profundidades del valle, se extienden los rascacielos y las avenidas y monumentos de la mega-ciudad Bogotá, a la derecha podemos contemplar el verdor de la montaña. Finalmente, el autobús de apariencia frágil ha llegado al punto más alto, por encima de tres mil metros, para luego descender un poco. Las sierras y pequeños valles con sus mil matices del color verde están "saltando" delante de nuestros ojos, ya que el bus anticuado está vibrando y dando sacudidas.

Pasamos por la Sábana fecunda de Cundinamarca, interrumpida por pequeñas sierras con bosques. Es sorprendente que después de tan sólo media hora de recorrido ya no podamos ver nada de la inmensa ciudad de Bogotá. Apenas se ve una casa, parece como si ya estuviéramos en medio de la soledad de los Andes. Esas impresiones no tienen nada que ver con los estereotipos colombianos de mulatas y mulatos tomando bailando Salsa y Cumbia y tomando cócteles con nombres como "Sexo en la Playa". Pero la región andina es quizás la Colombia más auténtica, el corazón del país y nos muestra uno de los paisajes montañosos más bellos y verdes del mundo. Además, junto con Costa Rica, los andes colombianos ofrecen la más grande variedad de especies en su vegetación de todas las regiones del mundo e incluyen muchas especies endémicas. Única desventaja de ese paisaje tan verde: aquí las temperaturas son mucho más frías que en las playas de Cartagena o Barranquilla. Aquí no hay brisas tropicales de 30° grados centígrados, sino a esta altura de alrededor de 3000 metros, las temperaturas diurnas oscilan entre 15° y 20° grados centígrados, y las nocturnas pueden caer bajo 10° fácilmente. Sólo la intensidad de la luz solar es tan fuerte como en las playas del Caribe y requiere una protección eficaz.

Después de otra media hora de viaje, llegamos a nuestro destino, un pueblo de la Sierra con el nombre La Calera. Está situado en un amplio valle, rodendo de sierras con bosques. Nuestro plan es conquistar el más alto de las cumbres cerca del pueblo. Pero el problema es encontrar algún sendero. Primieramente, cruzamos la pequeña, pero bonita Plaza Mayor, dominada por una iglesia de color ocre y un modesto parque.

Preguntamos a un viejo matrimonio en plena acción de paseo dominical por el camino que lleva cerca a la cumbre. Nos hacen repetir tres veces la pregunta, luego nos miran como si fuéramos extraterrestres sospechosos. A este monte quieren subir sin razón y sólo por ganas ?! Sólo a un forastero se le puede ocurrir una idea así, ellos ya viven aquí desde stenta años y nunca habían subido allí. Pero si de verdad estamos decididos de experimentar tal paliza, algún caminito de aquéllos allí tendá que llevar hacia arriba. Después de esta información que destaca por su precisión insuperable, caminamos un par de kilómetros por la alfalfa, contemplando las vacas tipo Holsteiner las que muy pacíficamente se dedican a la ingestión de alimentos. Las vacas tan tranquilas en los prados de la montaña son como una manifestación por la paz – se comportan como si nunca hubieran visto ningún Guerillero o Paramilitar por esas sierras.



Unas sombras pintorescas de nubes vuelan por las cumbres, de vez en cuando el Sol se abre paso e illumina los mil matices verdes del paisaje. Dejando atrás la última vaca y llegando al linde del bosque, ya no hay sendero – y mucho menos dirección a la cumbre. En plan de protesta (¿o resignación?) nos sentamos en el prado de alfalfa, esperando un no sé qué. Una campesina, al pasar, nos pregunta por nuestra intención. De nuevo preguntamos por el sendero mágico a la cima del monte y otra vez experimentamos la misma reacción. Nuestro deseo causa estupor y extrañeza y la indígena quiere saber si habíamos llevado vacas allí arriba al pasto. Nos echamos a reír: "¿Acaso tenemos aspecto de apacentar una manada de vacas en la montaña"? Lentamente, paseamos por el linde del bosque, pero la espesura no deja paso. Además, predomina un respeto considerable a los posibles secretos de esos bosques oscuros.

Estamos en Colombia, un país de mil frentes militares que cambian casi cada día. ¿Y quién sabe si sólo a un par de kilómetros de las vacas pacíficas, detras de ese telón verde impenetrable se encuentran mercenarios de alguna guerrilla en la emboscada, dedicándose – ya lejos de cualquier ambición política – a su deporte favorito: secuestrar y exigir un precio de rescate.

Así que decidimos decir adiós a nuestro plan de conquistar la cumbre y nos conformamos con las vistas a las aguas de un pantano, construído en los años noventa para aliviar la sed de la capital colombiana. Disfrutamos simplemente de la contemplación de un paisaje que es de los más bellos del mundo. ¡Qué auge increíble podría llegar a tener este país al que Dios lo ha dado todo, desde las playas en dos océanos y magníficas ciudades barrocas, pasando por montañas verdísimas y parques nacionales a cumbres de casi 6000 metros y la jungla de la selva virgen! Si no fuera por la maldita imagen de violencia eterna que parece dominar como una funesta ley de la naturaleza este paraíso impedido.

De repente, Angélica tiene prisa de abandonar este lugar solitario y apartado para volver por el camino más corto al pueblo – y no sólo por hambre. Me comunica un pensamiento inquietante: ¿Qué podría pasar si uno de los indígenas que nos habían observado mandara un mensaje a alguna guerilla, recomendando secuestrar aquí un extranjero que daría rico precio de rescate? Al caminar por la carretera dirección al pueblo, se nos acerca un Ford de color gris, conduciendo sospechosamente lento, casi parándose a nuestro lado.

Durante un par de segundos, me entra pánico y me ocurre pensar: ahora abren la puerta, me arrastran y me llevan consigo para empezar las negociaciones por el rescate y mi destino estará decidilo. Pero los jóvenes en el coche sólo nos miran con curiosidad, sonríen y prosiguen su camino. Angélica habrá pensando por momentos lo mismo que yo, ahora parece igualmente aliviada.

Al llegar a la Plaza Mayor, entramos en el único restaurante y tomamos un par de cervezas para celebrar nuestra "salvación". Disfrutamos las vistas desde el balcón a la iglesia y las colinas verdes, antes de subir al autobús para el viaje de regreso a Bogotá. Qué pacífica parecerá esa región, si no es por los titulares que se refieren a la violencia cotidiana. Casi lo habríamos olvidado en este aire de montaña de apariencia paradisíaca: estamos en Colombia.

Texto + Fotos: Berthold Volberg

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