[art_4] España: Dos Voces

Aquí vienen a por mí: es la hora del alba. Los pájaros han dejado de cantar ya y se han vestido de luto negro: cuervos me acompañarán a la hoguera, cuervos me mirarán a los ojos incrédulos y enloquecidos de miedo, cuervos graznarán, cuando mi alma destilará de mi cuerpo. No, no estoy preparada para la muerte. Dicen que es la única manera de salvarme: yo no les pedí ser salvada. No así.

Antes, hace unas horas, vinieron a que me confesara por última vez y lo rechacé: ya confesé demasiado.

Confesé: que rechazaba a mi marido para que se debilitase su salud.

Confesé: que recogía hierbas del bosque para preparar pócimas hechiceras.

Confesé: que dejaba mi boca al diablo para que hablara a través de ella.

Pero: ¿Cuánto vale una confesión inscrita sobre uñas dispersadas por el suelo con una pluma de gritos?


Te llamas Sofía: ahora lo sé. La verdad: el aire fresco y fuerte que sopla en mi cara hace que los pensamientos fluyan más ágilmente, nunca mis pensamientos han tenido tanta claridad como ahora. Lástima, en cierto sentido, que de aquí a unos cuantos latidos de mi corazón, mi cerebro habrá dejado de funcionar, así como mi cuerpo.

Me quedan unos treinta metros, o sea dos segundos y medio, con suerte y la fricción quizás tres. Siempre supuse que vale la pena tirarse de un edificio: la clarividencia es espectacular. Y parece aumentar con cada metro. Por eso: tu nombre es Sofía. Te he dado nombres muy diferentes, Sofía, y nunca acerté. He escrito tanto sobre ti, tantísimo, pero nunca adiviné tu nombre real y ahora que ya no puedo rectificar, lo veo claro. Una broma más de esta vida tan extraña que nunca entendí, pero que a mí me gustaba. Hasta cuando se acabó: hace tres semanas te quemé en la hoguera. Ya me parecía un paso peligroso, pero era tan lógico: a una mujer como tú en tu tiempo no la podían dejar tranquila. Te tenían que denunciar como bruja, te tenían que juzgar culpable, te tenían que quemar. No hacía falta que contaras en público cuentos extraños, llenos de profecías: habrían buscado cualquier otra excusa.

Rencor no me tuviste: moriste sin maldiciones, aunque me lo pareciera después. Releí una y otra vez las palabras que había escrito para encontrar la maldición desapercibida que había quitado el sentido a mi vida. Porque no sentí dolor cuando morí contigo, no sentí el dolor que debiste sentir tú. Acabé la novela el día que te quemaron, que te quemé. La mandé a la editorial y les encantó. Celebré mi éxito. Hasta que me desperté de la borrachera feliz y lleno de energía. Liberado de un peso, se podría decir, y preparado para llevar uno mucho más grande. Sólo que se me desvaneció aquel sentimiento durante el almuerzo tan bueno que me había preparado y no volvió. Pensé que se trataba de la fatiga de haber concluido un largo ciclo de novelas. Pensé que se trataba de aquel vacío que siempre sentía cuando te dejaba de lado, tú que habías sido durante tanto tiempo mi amiga, mi amante, mi familiar y, a veces, mi enemiga.

Pero no: me había muerto sin dolores, rápidamente y contigo.

Lo que estoy haciendo ahora es tan sólo consecuente, es corregir una equivocación de la naturaleza, porque los muertos, muertos deben estar, no vivos.

Oigo sus pasos en el pasillo. Son tres: un cura, un juez y él que después prenderá fuego a la hoguera. Verdugo. Verdugo. Verdugo: ¿Oirás mi llanto? ¿Oirás mis gritos cuando me consuma el fuego? ¿Tendrás la clemencia de matarme con tu lazo de seda casi invisible?

Me llaman bruja: ojalá fuera así, entonces sabría qué hacer. Sabría qué hacer para morirme antes de que mis propios alaridos me ensordezcan.

Me llaman bruja: ¿qué he hecho yo, cura, juez, verdugo? Cuando venga vuestra hora, ¿os podréis enfrentar con la mirada limpia y con el alma tranquila a éste en cuyo nombre decís actuar?

Pregunto otra vez: ¿qué he hecho?

Me decís: te has sublevado en contra de tu esposo y amo.

Contesto: ¿acaso sabéis lo que es oler un aliento y un cuerpo apestado, sentir dos manos sucios sobre el pecho y, más abajo, como te invade brutalmente sin permiso, sabiendo además que acaba de salir de otros lugares que por un poco de calderilla admiten a cualquiera?

Me decís: luego le has hechizado con ayuda del diablo para que no se le levantara más.

Contestó: El hechicero no era yo, sino el tabernero.

Me decís: Con tu magia conseguiste que enfermara.

Contesto: La enfermedad la contrajo junto a sus jarras de vino, en alguna de estas cuevas humanas que albergan, si falta hace y dinero sobra, también a dos donde normalmente cabe una solamente.

Me decís: Tu magia fue tan negra que ni los sabios Doctores de esta ciudad encontrasen remedio.

Contesto: vino uno que por tanto mirarme los pechos casi le desangra a lo que llamáis mi amo. Blanca, blanca, blanca: su cara. Vino otro que por borracho no sabía decidirse entre los dos maridos míos que veía. Vino el último y me denunció: había aplicado extracciones aliviantes de hierbas y a raíz de eso se encontraba mejor mi marido. ¡Hechicera!, me gritó porque no sabía distinguir unas hierbas inocentes de una pócima malévola. Se llevó a mi marido a un hospital donde pereció al cabo de pocos días. ¿Soy yo la hechicera que echa mal de ojo? ¿Son éstos los sabios Doctores?


Sofía, Sofía, Sofía: ahora vete de mi mente. A mí me toca repasar mi vida entera, como en una película. Tengo que acordarme de mis maldades, de mis ternuras, de mis emociones, de todo. Me gustaría que comenzase con el final y acabase con el principio: que cuando choque contra el asfalto esté otra vez en el vientre de mi madre, seguro del amor y rodeado del calor acuoso. Quiero descubrir otra vez mis mil amores, mis convicciones fuertes, mi espanto espontáneo, mi risa sin segundas y mis placeres infantiles.

Pero en cambio te veo a ti encima de la hoguera, gritando hacia el cielo. Veo tu vida en vez de la mía: te veo nacer sobre la tierra sucia que se traga la sangre de tu madre. Veo las manos sucias del médico que llevan la muerte encima. Te veo al lado del lecho de tu madre, toda de cera, y tú sin saber qué hacer. Te veo trabajar en el sol resplandeciente, te veo sonreír, te veo chillar. Veo tus lágrimas escondidas detrás de tus ojos parpadeantes y me pones triste. Pero me faltan pocos metros y no tengo tiempo para entristecerme con tu vida: lo tengo que hacer con la mía. Sofía, te he querido mi vida entera, incluso nací contigo ya dentro de mí, pero morirme, morirme tengo que hacerlo solo.

El viento me está mareando, cada vez caigo más rápido, cada vez la tierra me atrae con más fuerza como si no pudiera dejarme unos segunditos más. ¿Nací contigo? Lo dije sin pensar. ¿No naciste tú de mí? Yo te hice, te inventé, te parí, te escribí. ¿Pero por qué entonces ahora no te vas? ¿Qué es lo que me espera debajo del asfalto?

Me llaman bruja: yo sólo repetí lo que leí en mi cabeza. Repetí lo que hablábamos con él, con la cara sin rostro que me acompañaba desde siempre. Él que fue mi amante sin que nos tocáramos, mi amante de espíritu. Él de quien he estado enamorada durante toda mi vida, él a quien soñé, sabiendo que no podía existir. Durante un tiempo pensaba que era un ángel, pero descubrí que no era omnisciente. Después creí que era un enviado de Él, a quien llaman con tres veces seis, porque al ser duros los ángeles, los demonios serán suaves, ¿no? Pero no es ni el uno ni el otro, ahora lo entiendo: nunca impuso con fuerza sus creencias.

A la gente le gustaba escuchar lo que leía en mi cabeza sin haberlo puesto allí y yo de algo tenía que vivir. Y era trabajo fácil: sólo tenía que repetir lo que habíamos hablado. Cada mañana iba al mercado, me instalaba en una esquina y esperaba. Al principio venía poca gente, luego más: me escuchaban boquiabiertos y algunos se perdían conmigo en las visiones que me salían si no de la cabeza, entonces del corazón. Eran cuentos inverosímiles, pero les gustaban. Él vivía lejos de aquí, en otros tiempos, cuando saben volar como los pájaros, cuando van a la Luna con naves de metal, cuando saben curar incluso la peste negra. En tiempos, no obstante, cuando al ganar tanto, han perdido también. Sus ciudades eran tan enormes que ni los vecinos se conocían. Les faltaba el respeto y se lo faltaban.


Apenas sabían qué era un bosque, no conocían ni hierbas, ni animales, ni interpretar las nubes para predecir el tiempo. A veces discutíamos por eso y para mi asombro, su voz nunca fue violenta. Creo que de haber sido mi marido, me habría pegado poco. Creo también, de haber sido mi marido me habría enloquecido, de amor o de odio.

Sí, se tenía que morir. No sé por qué: los hechos seguían su camino sin que yo pudiera interferir. Se lanzó al vacío desde un edificio tan alto como la torre de Babel. Estaba con él, y él estaba conmigo. Cuando lo conté al día siguiente, se montó un escándalo en el mercado a pesar de mis lágrimas: por lejos que estaba él en lugar y tiempo, por inventado que era mi amante, no podía ser que se quitase la vida. ¡Dios santo! gritaban primero. ¡Pecado!, ¡Asesina! y finalmente: ¡Bruja!

Me dicen: hablabas en el mercado con la boca del diablo y quisiste captar almas para Satanás.

Contesto: sólo me inventé a un hombre.

Ahora vienen: sus pasos resuenan en el pasillo. Dentro de poco perderé en la luz pálida de este día a David, se borrará de mi mente y por lo tanto de la cara de la tierra.


Texto + Foto: Nil Thraby