[art_4] España: Lo que pasó el pasado miércoles en la orilla del mar

Fue el miércoles de la semana pasada cuando sentado en un café a la orilla del mar se levantó una parte de mí, saludó con la cabeza como para agradecerme el vaso de vino que habíamos compartido y se adentró en el mar. No me miraba a los ojos cuando me saludó y con ningún gesto me invitó a acompañarla. Sin más, se alejó con pasos serenos de la mesa donde acabábamos de tomar el blanco.

Fue un miércoles, cuando esa parte de mí se despidió para no volver nunca más, porque sólo podía ser un miércoles: un viernes habríamos ido juntos.

Como de costumbre, habíamos estado quietos el uno con el otro, porque no nos hacían falta las palabras. Era un día tranquilo, en voz baja sonaba la radio del bar, una mujer con patines ocupaba la mesa adyacente y leía un libro grueso. El camarero se apoyaba aburrido en la puerta del café y miraba, igual que nosotros, hacia la superficie azul acero del mar. Alguna gente paseaba, un perro ladraba en la lejanía. Justo antes de que se levantara mi otra parte, una luz encendió su cara como si de un recuerdo excepcionalmente bonito se tratara. Antes de que pudiera sorprenderme, se levantó, saludó con este gesto elegante de agradecimiento y se echó a caminar hacia el agua.

Naranja. Ese es el recuerdo que tengo de ella y así la llamaré a falta de otro nombre mejor. La llamaré Naranja por el color del jersey que llevó consigo al mar y porque así siempre me había sentido con ella: entre rojo y amarillo.

Por consecuencia me llamaré Azul y nunca sabré decidirme si es por el azul del cielo del pasado miércoles, por el acero de la superficie del mar en el que Naranja se ahogó o por el azul de mi ánimo que hizo quedarme sentado aquella tarde.

Me quedé cuando Naranja se levantó y se echó a caminar, porque había visto alegre su cara y me parecía inadecuado seguirla sin invitación. Además era miércoles. Sentado y viendo la dirección de sus pasos lentos pensé cómo sería tomar aliento por última vez. La seguí con los ojos, bebiendo a pequeños sorbos el excelente vino que nos había acompañado durante la silenciosa tarde. Sentía cierta nostalgia por el jersey que se estaba llevando al agua.

Naranja se levantó de la mesa a la orilla del mar donde había compartido un vaso de vino blanco con Azul, le saludó con la cabeza y se echó a caminar hacia el mar. No miró a Azul a los ojos cuando le saludó, porque la felicidad que sentía era muy delicada. Temía perderla de vista con gestos superfluos de una educación innecesaria con Azul. Sólo después de unos metros volvió a sentirla tan cerca como en la mesa inmersa en aquel recuerdo. Con cada paso que se acercaba al mar, la sentía más clara hasta que la felicidad se cerró como una esfera alrededor de ella. Un espectador accidental pero atento podría haber visto como Naranja se desdibujaba más y más hasta su desaparición. De igual modo, Naranja podría haber visto desvanecerse a aquel observador. Ella, sin embargo, sólo veía el cielo, las gaviotas, la arena, el mar y su propio reflejo enorme en el interior de la esfera de su felicidad absoluta, mientras seguía caminando lentamente hacia el agua.

Perseguía con los ojos a Naranja mientras ella cubría paulatinamente la escasa distancia entre nuestra mesa y la superficie del mar color azul acero. Pensaba, mientras ella ponía un pie delante del otro, cómo sería tomar aliento por última vez y no conseguí imaginármelo. Veía como Naranja se quitaba el jersey con un movimiento que aparentemente era natural, pero que sabía más que estudiado. Reconocí el gesto que tanto le gustaba de sí misma y eso siempre me había hecho sonreír con cariño. Hoy, no obstante, su movimiento me atemorizó.

¡No la dejes marchar!, grité suavemente para mis adentros, pero el grito se perdió entre el azul de aquel miércoles y la inmovilidad de mis piernas.
¡Deberías hacerla retroceder!, grité otra vez, pero mi curiosidad era más fuerte.
¡Corre! ¡Cógela!, intenté animarme, pero los ánimos perezosos murieron un instante antes de su nacimiento, pues ya no quedaba ni rastro de Naranja. Detuve mi respiración. Cuando, después de unos momentos ansiosos, no volvió a aparecer, dejé que se refrescaran de nuevo mis pulmones con el aire salado del mar. La mujer a mi lado seguía leyendo y el perro ladraba todavía lejos de donde miraba yo hacia el azul acero. Aumentó mi nostalgia hacia aquella prenda, y no conseguí ahogarla sorbiendo el blanco excelente de aquella tarde.

La esfera de la felicidad absoluta se cerró alrededor de Naranja y empezó a llenarse lentamente con su propio yo. Se quitó el jersey y se la echó a los hombros con un gesto que antes había significado algo para ella.

Con ligera sorpresa, Naranja se dio cuenta que su plan de ahogarse en el mar se había visto contrariado. –Debería parar mis pasos –pensó, pero el momento propio de la esfera amortiguaba las ondas de su pensamiento. Como de una fuente el líquido de su yo llenaba el vacío entre las paredes opacas de su felicidad. Cuando el mar humedeció sus pies a través de la suela de sus zapatos, la esfera ya se había llenado hasta su cintura. Cuando el agua llegó a su cuello, su yo acabó cubriéndola del todo. Y cuando finalmente cayó, se dio cuenta que había olvidado tomar aliento por última vez. Si no hubiera sido porque estaba envuelta en la felicidad más absoluta, tal vez habría sentido tristeza.

A pesar de que era un miércoles azul y que me duelen las piernas todos los miércoles azules, me levanté de la mesa a la orilla del mar y rastreé la arena con la mirada por el jersey naranja. Sentí la mirada aburrida del camarero en mi espalda, mientras mis ojos recorrían la playa. Las hojas del libro grueso de mi vecina crujían en el viento.

Mi búsqueda no produjo resultado alguno: no encontré el reflejo naranja sobre el mar amarillo de la arena. Tiritando emprendí el camino hacia mi casa. Mientras la brisa del mar jugaba al escondite en mi rostro, me preguntaba una y otra vez: ¿cómo es el último respiro?

Texto + Fotos: Nil Thraby