[art_3] España: Naomi (parte 1 de 3)
(ver parte 2)

Él era mi abuelo. Un hombre muy mayor ya cuando nací y sin embargo hacía cualquier chorrada para complacerme. Era enorme, una torre de hombre como decían, y muy fuerte. Todavía con sus ochenta y algo de años, me subía a sus hombros y me llevaba a dónde quería, al parecer sin cansarse. Nos queríamos mucho, verdaderamente mucho. No me acuerdo de una época más desconsolada que la cuando se murió. Lloré durante días sin parar y todavía hoy, que han pasado tantos años, se me mojan los ojos si pienso en él o si me acuerdo como me llamaba: —Pequeña, ¡ven! —decía —súbete a mis hombros y vamos al final del mundo.

Cuando me hice un poco más mayor, cuando me crecieron las primeras tetillas y el primer velo, conocí a un profesor de órgano en casa de mis padres y me fascinó la manera en la que hablaba de la música en general y del órgano en especial. Habló toda una noche sobre el instrumento, sobre su historia, su evolución, sobre anécdotas alrededor del órgano, nos contó de sus primeros conciertos, del miedo que había pasado, pero también del goce que experimentaba con la música. Los tres, mis padres y yo, escuchábamos toda una noche sin aburrirnos ni un momento, atentísimos para perder ni una de sus palabras. La mañana siguiente lo tenía claro: quería aprender a tocar este instrumento del que sabía hablar tan emocionado el profesor. Le pedí darme clases y él asintió después de haberme oído aporrear el piano en su oficina.

La próxima vez que fuimos a ver al abuelo, se lo conté entusiasmada, entre otras razones porque aquél profesor de órgano no paraba de alabarme por lo rápido que aprendía. Abuelo se quedó mirándome unos momentos y entonces me dijo: — Pequeña, para subirte a mis hombros ya eres mayor, pero ven conmigo que quiero darme un paseo.

Por muy joven que era, no hacía falta que nadie me explicara que mi abuelo estaba buscando una excusa para hablar conmigo a solas. Asentí inmediatamente, excitada, pues mi abuelo iba a contarme algo de su vida. No sé porque sabía que me iba a contar algo de su vida —prácticamente nunca hablaba de su vida— pero lo sabía. Me cogió de la mano y nos fuimos hacia la pequeña colina en los alrededores del pueblo donde vivía. A medio camino comenzó: »Será fácil, pensaba cuando me acerqué a la pared rocosa. La miraba un momento, investigaba todos los pequeños huecos donde podría aguantarme durante la subida. Ningún problema para mí, volví a pensar, ningún problema. Hacía tiempo ya, me habían llamado el padre de las cuevas, y no sin razón. Entonces. Las cuevas siempre me han atraído, no sé exactamente por qué, pero así es. He viajado mucho, pero nunca para visitar una ciudad, un monumento, una iglesia románica, un lago especial, un mar tormentoso. Siempre he viajado para ver cuevas. Dejé de ser cura también para poder viajar más, ver más cuevas, investigarlas para sentirme sólo, tan especialmente sólo en ellas. Y para sentirme descubridor de feroces ríos subterráneos, de lagos mortalmente pacíficos, de ecos infinitamente infinitos, en breve: de bellezas insoportables.

Tan sólo el aire fresco, frío, helado que roza el cuerpo en la boca de una cueva, me provoca una sensación que no siento en ningún otro momento: Esta mezcla de miedo y excitación, de energía que hace travieso y de repulsión a lo oscuro, a lo desconocido, al encuentro con tu propio fin. El primer paso cuesta, es un adelante y atrás delicioso, pero entonces cuando te rodea el silencio más profundo que te puedes imaginar, todo cambia de golpe: ahora te concentras sólo en tu supervivencia, en encontrar el camino a dónde no sabes, a poner un pie delante del otro. Te vuelves máquina, se te aparcan los sentimientos en un rincón de tu cerebro, eres pura función. Entonces salgo con una pequeña parte de mí fuera y me observo avanzando cuidadosamente, con la lámpara en el casco buscando el no-se- sabe-qué. Me da gusto verme así completamente concentrado, tan analítico, tan funcional, tan poco humano.

Pero los mejores momentos son aún otros. Los mejores momentos son cuando encuentro una sala grande, una catedral rocosa, una gota de aire enorme sumergida en la montaña. Entonces me busco el centro de esta gota, me estiro sobre una manta verde que siempre llevo encima, apago mi pequeña linterna y empiezo a llenar la cavidad con mis pensamientos. Los dejo salir de mí hasta que llenen toda la caverna y me llega su eco a la cabeza, limpiado por el aire fresco, ahora cargado de minerales y azufre. Le doy calor otra vez en mi cabeza, le dejo salir y como el aire frío sube hacia arriba. Pero como la cueva ya está llena de mis pensamientos, empuja a otros que así me vuelven a la cabeza, donde los caliento. Así empiezan a circular los pensamientos, los pedazos de memoria, los sentimientos de hace tiempo. Circulan, circulan, circulan, más y más rápido hasta que me desmayo de gusto por mi propia vida.

A veces pasa también que provoco una tormenta de pensamientos. Caen rayos en las cuevas, llueven pensamientos. Entonces es muy difícil ponerlos en orden, provocar otra vez esta carrera que tanto gusto me da.

Será fácil, pensé otra vez y puede que lo susurré también: cuando vas mucho a cuevas, es difícil que no hables contigo. Y más difícil todavía dejar de hacerlo cuando vuelves entre la gente. Pero como a la gente como yo nos tienen por un poco desquiciados siempre, tampoco me preocupa tanto.
Poniendo el primer pie en la pared pensé en el bar del pueblo, donde acababa de tomar un café, pensé en la gente que mañana me vería allí, sucio, agotado, con la mirada ligeramente descolocada, hablando conmigo mismo en voz bajita, y me puse a reír. Mi propia imagen mi hizo reír, mientras subía la pared lentamente paso tras paso. Me agarré aquí a un resalto, puse allá un pie en un huequecito, justamente del tamaño de cuatro de mis dedos de pie. Despaciosamente avancé hacia la cueva de la que un compañero me había hablado hace mucho tiempo. — Ves a ver esta cueva —me dijo —vale mucho la pena. Es preciosa, ya verás. —Entonces comenzó a contarme detalles en cuanto a minerales, metros, longitudes de estalagmitas y otras cosas que me aburren tremendamente. Era buen chico, pero los dos buscábamos cosas muy diferentes, a pesar de que aparentemente teníamos ambos la misma fijación cavernícola.

La cueva tenía un acceso difícil. Había de subir una pared de treinta metros que no era de las más difíciles, pero tampoco era exactamente como un paseo un domingo por la tarde en un jardín con flores. No obstante había reducido mi equipaje lo más posible, la mochila me pesaba bastante y parecía que me quería retener. Por suerte, mi pobre amigo de entonces o alguien diferente había dejado ganchos bien puestos y así no tenía que ponerlos yo. Así me liberé de interrumpir el silencio de la montaña con el odioso sonido del martillo.

Cuando por fin llegué arriba a la boca de la cueva, estaba agotado y sudado. No hacia tanto calor, ni la pared había sido tan difícil, pero me sentía más cansado que nunca. La edad, pensé con un sabor amargo en la boca. En esta época la empecé a notar por primera vez y, la verdad, no me gustaba que el cuerpo comenzara a fallarme. Que ni el oído ni la vista eran ya tan agudos como antes. (Un mes sólo después de la aventura de esta cueva me pusieron gafas.) Que estuviera mucho más cansado, que el más pequeño esfuerzo físico me agotara. Estaba acostumbrado a un cuerpo que obedecía sin más y no veía ninguna razón por que había de cambiar eso. Sólo que la realidad se imponía, por mucho que intentaba convencerle que desapareciera.

Cerré los ojos, me dejé caer hacia atrás y respiraba honda y rápidamente. Traté de encontrar las fuerzas para abrir los ojos, levantarme y entrar en la cueva, pero no las encontré por ninguna parte. Fue entonces, cuando oí la música. Claro que en mi mente agotada la atribuyera a una alucinación, un fantasma de la fatiga. Tampoco empecé a dudar de esa teoría cuando desvanecía el cansancio pero no la música. La psique humana es más asombrosa todavía que los caminos del Señor, pensé en alemán, cosa que me ocurre a veces y sin avisar. Pero de repente me di cuenta que la música que oía era un coral de Bach. Nun freut Euch, liebe Christen, sin duda alguna. Descarté inmediatamente la posibilidad que se trataba de una alucinación: no con música de Bach. Y además en una alucinación el organista no se equivoca y empieza de nuevo.

Entré en la cueva con un sentimiento diferente de lo normal. Nunca había entrado buscando gente, sino más bien rehuyéndola. ¿Quién se va a una cueva a tocar el órgano?, me pregunté y ¿cómo demonios habría conseguido traer un órgano aquí? Porque era evidente que se trataba de un instrumento verdadero. Traté de mantener la calma, pues 90% de los accidentes en cuevas ocurren por falta de calma. Rápidamente la amplia entrada se volvió en un estrecho de anchura de la profundidad de mi cuerpo. Tenía que quitarme la mochila y avanzar de lado. Me quedaban pocos centímetros de aire entre mi cuerpo y la pared. Durante un trozo del camino se perdió el suelo debajo de mis pies y tenía que utilizar la técnica que usan los escaladores en las chimeneas. La estrechez me ayudaba mucho, y menos mal, porque sólo tenía una mano libre mientras la otra sostenía la mochila.

Indudablemente me estaba acercando más y más a la música. La oía cada vez más claramente y me estaba dirigiendo. Pero, qué decepción más grande cuando por fin el túnel tan estrecho se ensanchó llenándome con alegría anticipada. Llegué a una pequeña cueva redonda y vacía. Aparte de la música omnipresente no había nada más que estalagmitas y estalactitas y el eterno goteo que les hace nacer y crecer. Furioso lancé la mochila a la tierra y me puse a buscar una salida diferente de la entrada por donde había venido. Quería ver quién había invadido mi cueva, a quién le estaba invadiendo su cueva yo, pero me veía privado por unas malditas paredes de piedra. Me entró un pánico desconocido: el pánico de no llegar a otro ser humano. De repente me sentía no sólo abandonado, sino sentía toda la soledad del mundo concentrado en esta cueva y yo siendo su símbolo. Buscaba más y más desordenadamente, más rápido, más rápido, sabiendo que de estas maneras no encontraría nada. Pero no podía aguantar estar en un sitio ni tan sólo un momento, pues en el próximo trozo de pared podría encontrar un camino hacia la música, la otra alma, escapar de esta soledad que no había sentido nunca. Abrí la boca para gritar mi dolor hacia la pared, para derrumbarla con la fuerza de mi voz, pero antes de que pudiera pasar eso, una piedra tramposa se agarró a mi pie y me desmayé cayendo antes de que mi cuerpo pudiera dar con el suelo.

Me desperté con dolor de cabeza intentando averiguar dónde estaba. El primer pensamiento, después de que mis sinapsis habían conseguido hacer suficientes conexiones para que me acordase de algo, era: ¡La música! Me asusté terriblemente, el sudor frío salió de todos los poros y me cubrió como una segunda piel helada. Pasé una eternidad agonizando por haber perdido ¿el qué?, pero después volví a oír Bach. Otro coral, pero indudablemente Bach. Con un gran esfuerzo respiré cien veces muy hondamente como había aprendido de un antiguo amigo mío. Me concentré en mi corazón, dirigiéndolo palabras suaves y tranquilizantes para que no corriese tanto. En cuanto me había recompuesto mínimamente me levanté a cuatro patas y empecé a buscar mi casco. Reconecté la linterna a la pila que llevaba en el cinturón y un rayo de luz iluminó enseguida la cueva. La luz me consolaba un poco y más tranquilo reanudé mi búsqueda.

La situación era la siguiente: la cueva tenía la forma más de un huevo que de un círculo y medía cerca de 20 metros en su anchura más grande. La altitud debe haber sido de unos cinco metros, pero esto no interesaba tanto. No encontré más salidas que la una por la que había entrado. La caverna fue atravesada por un riachuelo que salía en un extremo de la pared y desembocaba por el otro en una suerte de depósito de unos dos metros en diámetro. De aquí se oía la música más fuertemente que desde cualquier otro punto de la cueva. La cosa estaba más que clara: si había un acceso a la otra persona, al órgano, al escape de aquí, era a través del deposito. Si se oía la música desde allí, entonces tendría que haber una conexión directa con la fuente de ella. El agua transportaba las ondas de sonido a donde estaba yo. La gran pregunta era: evidentemente no se puede haber traído un órgano utilizando este camino, por lo tanto tenía que haber otro acceso a esa cueva que estaba buscando, supuestamente otra entrada en la montaña. Mi colega que me había hablado por primera vez de este conjunto de cavernas me había dicho que no podía perderme la entrada, pues sólo había una. Esto me había confirmado la gente del pueblo hoy: Sí, señor, sólo hay una entrada. Sólo una, nomás. Por consiguiente se debería de tratar de una entrada desconocida, secreta, oculta. Que muy posiblemente yo tampoco encontraría aunque buscara. Si la gente del pueblo no la conoce... El canal del agua era por lo tanto mi único vía de acceso. Pero, ¿quién me aseguraba que realmente se podía acceder a la otra cueva, la del órgano, la del organista a través de ese canal? ¿Quién sabía, si no era demasiado largo para llegar al otro final? ¿Qué pasaría, si en medio camino me encontrara sin aire? ¿O congelándome a muerte? Los aguas dentro de las montañas tienen apenas unos centígrados y se aguantan sólo pocos momentos.

Texto: Nil Thraby