[art_4] España: La Batalla I Imperial (parte 3 de 3)
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Vaya audiencia personal, pensó el doctor saliendo del trabajo esta noche, ¡y menuda gorda que me ha caído! ¡Qué furioso había estado El! Se le habían puesto los pelos de punta, pues cuando El grita... ¿Quién te crees tú, había rabiado, para hablar de mis problemas personales a un alma? Pero sí la Biblia misma habla ya de..., había intentado defenderse el doctor. Pero esto sólo había empeorado la cosa: bastante incluso. Aunque lo supiera todo dios, había gritado, no soporto a un indiscreto como tú cotilleando con cualquiera sobre mí. Pero sí sólo he hablado profesionalmente de..., lo había intentado otra vez el doctor. Que te calles, había bramado El como respuesta, ¡estoy gritando! Había sido más que horrible. Y El le había incluso excluido de Su tratamiento personal, »hasta que conozcas bien tu código ético que a mí me exiges que respete«, había añadido El maliciosamente. Y al final, lo peor: »Y, por cierto, de transferencias nada, ¿entendido?«

Después, por la noche, el doctor se había emborrachado.
Por eso llegó tarde a la cita y se encontró al alma ya en el diván, saludándole alegremente —. ¿Qué tal ha ido la audiencia de ayer?
El doctor se sentó destrozado en el escritorio y totalmente en contra de sus principios sacó del cajón el paquete de cigarrillos. —¿Le molesta si fumo? —preguntó.
—En absoluto, doctor. Adelante. A mí mismo me gustaría, si fuera permitido. —Le guiñó un ojo al doctor.
Este le pasó el paquete con el mechero y ambos fumaban unos momentos sin decir nada.
—Bueno —rompió al final el alma el silencio. —¿Sigo?
—Sí, sí —contestó el doctor exhausto.
—Le estaba explicando eso de la mujer que vino a tocar el órgano. No me quiero repetir, pero ¡vaya mujer! Y lo mejor todavía estaba por descubrir. El primer día, o sea cuando llegó ella, yo tenía mucha faena, así que no pude quedarme con ella en la iglesia. Me supo fatal, como se puede imaginar. Para una vez que venía una persona interesante, claro que te llamaban para cualquier cosa. No me acuerdo ahora qué era, ¿un entierro quizá?
¡Blasfemia! ¡Le coloco con los blasfémicos blasonantes!

—Entiéndame bien, doctor, no es que desprecie al dolor de los deudos, pero la verdad es que nunca he entendido por qué se hace tanto show, si el alma, o sea lo único que importa de una persona ya está aquí tan tranquilita. ¿Por qué tanto funeral para unos despojos vacíos?
¡Mierda! Nada. Demasiado blandengue para argumentar una transferencia.
—Sea como sea, llegué a escucharla sólo el segundo día. Entré en la iglesia sobre las doce, a ver si estaba y cuando cerré la puerta, ella empezó a tocar. Bueno, doctor, casi me caí muerto. Y eso que sólo estaba ensayando, que se interrumpía mucho para volver atrás y empezar de nuevo. Pero, ¡divino! Me senté en un banco, allí donde se cruzaban las naves centrales directamente delante del altar, y seguro que estuve allí una hora sin moverme. No sé explicárselo en términos musicales, pues no entiendo mucho de eso, pero esa mujer... Se sentía lo que estaba tocando, ¿entiende? Era tan... vivo. No, no me sé explicar bien. Habría usted tenido que estar allí y escucharla para entender lo que quiero decir. Para decirlo en pocas palabras, doctor: a través de su música, de su manera de tocar el órgano tan intensamente sentida por mí, empecé a redescubrir mi amor hacia las mujeres. Al principio no quería, me dije que hombres son hombres y que mujeres son mujeres, pero era más fuerte que yo. Fui arriba donde tocaba con la excusa tonta de buscar algo. Quería verla. La vi tocar y de repente me pareció la mujer más deseable de este, bueno de aquel mundo.
Al final, ¿sí fornicaron?, se preguntó el doctor lleno de esperanza.

—Y eso que trabajaba como una burra. No sé si usted jamás ha visto como se toca un órgano. ¡Es un trabajazo! No sólo han de ser muy listos los organistas con todo esto de utilizar los registros acertados en cada momento de la interpretación, que ya me parece dificilísimo con todas las posibilidades que hay, contando también los pedales etc. Pero no, no sólo es eso. Luego realmente curran. He visto llegar a sudar a chorros a algunos de esos antipáticos que seguro normalmente son más vagos que El en el séptimo día. Es fuertecillo, esto de tocar el órgano. Y encima ella en este momento estaba sola. Normalmente tienen ayudantes para sacar y poner los registros, porque si no... La veía como un demonio trabajando los teclados, ¡había tres, doctor!, sacando y poniendo registros a toda velocidad. ¡Impresionante! Ah, qué digo: fascinante, alucinante, ¡grandioso! Sabía que había encontrado a la mujer en que podía confiar, que nunca me traicionaría. ¡Una persona que toca un instrumento de esa manera no se va con otro! Claro, había el pequeño problema de que a mí me había tocado cura, pero eso lo iba a arreglar yo con el Jefe. ¿No cree? Había reencontrado a mi Lauria, no, no algo mucho mejor que mi Lauria, había encontrado... algo inexplicablemente bonito, doctor.
Dióssantoenelcielo, ¡¿quieres llegar ya?!, tabaleaba el doctor nervioso en su bloc.

—Pero esta misma tarde, la del segundo día, sí llegó su ayudante. Una persona muy maja y todo, no me entienda mal, pero claro así se complicó la cosa bastante. Menos mal que la ayudante se fue alguna vez a hacer una excursión en los próximos días. Entonces estaba yo arriba, escuchándola y mirándola. Se molestaba un poco, para decir la verdad. Era tan tímida... ¡ah! Pero lo habría conseguido. Habría conseguido su amor, seguro, si no hubiera sido por ese imbécil Geoffrey. ¡Maldito sea!
—Bueno, bueno, cuide un poco su lenguaje —intervino el doctor.
—¡Para usted es muy fácil decir esto! A usted no le ha costado dos vidas ¡y dos amores! Digo dos, pero ya no hablemos de Lauria. Ella no era nada en comparación con la organista. Nada, en absoluto. Qué pena me da, doctor, qué pena. No poder disfrutar de ese amor. ¿Quién sabe, si jamás vuelvo a sentir algo parecido? Quizás he perdido para siempre mi última oportunidad. Y eso, sin haberme declarado siquiera. —El alma sollozó.
No han fornicado. ¡¡Mierda!! Soy un desgraciado, se autocompadeció el doctor y no faltaba mucho para que él también sollozara.

El alma hizo un esfuerzo grande para recomponerse. —Sea como sea, le seré fiel. Para siempre. En todas mis vidas. Hasta que El mismo nos reúna un Santo Día. Pero entonces, se lo juro, van a repicar las campanas y nosotros no nos levantaremos de la cama en una semana entera. ¡Jajaja!
Le mato. Aquí y ahora. ¡Ay, si sólo se pudiera!, maldijo al cielo el doctor.
—Bueno. Dejemos esto, que a usted seguramente no le gustan este tipo de bromas. ¡Sois unos secos aquí arriba! Siempre lo he dicho. Por eso nunca quería quedarme demasiado tiempo. Ayer, por ejemplo, me encontré a...
—Podríamos volver al tema, si no le es demasiada molestia —ironizó el doctor no sabiendo él mismo de donde sacaba las fuerzas para ironizar todavía.
—Vaaale, vaaale. Habrá sido el tercer día. Ella estaba tocando, tan trabajadora como era. Y yo otra vez buscando mis gafas por todos lados. Arriba en el coral donde el órgano, se entiende. Justamente estaba pensando en este momento que debería buscarme otra excusa, pues ya me miró de reojo cuando subí disculpándome y explicando que otra vez había perdido las gafas. Estaba pensando justamente eso, cuando de repente oí el toque de clarín. Claro eso y yo todo recto, pecho fuera y saludando al público (que en este momento no había) fue uno. ¿Qué quiere, doctor? A mí me enseñaron esto. Cuando suenan los clarines, ¡todo recto y a saludar! Siempre lo hacíamos así. Era el comienzo de los actos oficiales. Después de saludar y después de haber calmado al público haciéndonos reverencia, hablaría el heraldo y leería la lista de los oponentes del torneo. Y nosotros, claro: los héroes. ¿Me sigue, doctor?
—Sí, sí —murmuró éste.
—Desde luego no era ningún torneo. Faltaba el heraldo. Era una obra de un tal Cabanilles, siglo XVII. Batalla I Imperial la había titulado. No entiendo, como uno de este siglo puede haber hecho una imitación tan perfecta de un torneo. Musical, claro está. Pero con un poco de imaginación se veían las tiendas, los caballeros, sus caballos nerviosos, los pajes, todo. Y luego también la batalla. Lo tenía tanto enfrente de mis ojos que casi intenté desenvainar la espada que ya no llevaba. Enseguida sentí como el sudor me mojaba las axilas. Aquello que siempre había sentido antes de un gran torneo, donde los hombres podíamos demostrar que éramos hombres de verdad. ¡Impresionante, esta obra del Cabanilles! No, no es cierto, no sólo fue el logro de él, sino también de ella. Sin su interpretación tan vívida, tan real, habrían sido algunas pipas de un órgano sonando. ¡Pero no era así! Era tan...
—Real, vivido...
—Sí, ¡exacto! Usted me entiende. Qué alegría me da ser entendido. De veras, me alegro que usted es mi médico y no otra persona.
—Siga, siga. —Un cuarto de hora más y le echaría. Ya había aguantado más que suficiente. ¿Y si pedía la baja por enfermo?
—Bueno, doctor, eso ya lo es, casi. Faltaba sólo un día para el concierto. Yo intentando acercarme más a ella, pero con su ayudante allí como si hubiera echado raíces... Y ella cada vez menos abierta, más reservada. También lo entiendo. Habría pensado: ¿qué quiere el cura de mí? Se habría asustado un poco. A lo mejor pensaba incluso que yo tenía motivos infames. El mundo es malo, doctor, no sería de sorprender. Incluso, pensándolo bien ahora con un poco de perspectiva, es una seña más de su honestidad, ¿no? Yo no sabía qué hacer. No podía hablar con ella a solas y declararle mi amor honesto, pues la ayudante no le dejaba sola ni un instante. Ni cuando salían fuera de la iglesia. Intenté invitar a la organista a cenar después del concierto, pero se negó. Muy educadamente, pero se negó. Yo estaba hecho polvo. Había una única solución. Una sola: un acto heroico. Un acto digno de un verdadero caballero de la Mesa Redonda. Bueno, ex-caballero, pero créame, todavía corre sangre de caballero por mis venas, aunque haya sido florista en la vida después. ¡Todavía sé como se lucha cuerpo a cuerpo!
El doctor se interesó mucho de repente. Un rayo de esperanza iluminó su cara. ¿Quizás? ¿Sería posible? Tomó su lápiz y empezó a garrapatear rápidamente algunas palabras.

—Así que llegó el concierto sin yo haber conseguido nada. La gente vino, llenó la iglesia poco a poco. Había hecho mucha propaganda yo. Quería que todo el mundo oyera a mi futura esposa tocar. Quería que todos se enamorasen de su música y de ella misma. Me imaginaba como luego correría la palabra: ¡el cura se ha casado! Con la organista del verano, la buenorra esa que tocaba tan bien. Se han huido a un castillo en Inglaterra, dicen, no se sabe nada de él ni de ella. Sólo que el cura ha dejado la sotana y que han contraído matrimonio. Ay, ¡qué sean felices! Qué bien les entendemos. Eso quería, ¿entiende, doctor?
El doctor estaba todo oídos. Casi no se entendió su ¡sí, sí! por lo rápido que lo dijo.

—Cuando la iglesia estaba a tope fui yo y me puse delante del altar, recé una jaculatoria a nuestro Señor para que me mandara una oportunidad de demostrar que soy héroe de verdad. Luego anuncié el concierto con todo esplendor. Todavía me acuerdo de algo... Veamos... Bueno, es igual. Anuncié el concierto y me volví a sentar en el banco. Ella empezó a tocar. ¡Divino, simplemente divino! Gran aplauso, cuando acabó. Claro, siempre hay algunos imbéciles que no se enteran de nada, que vienen a un concierto de órgano para no estar viendo la tele o porque su mujer les ha arrastrado a la iglesia, pero con un poco de clarificación por mi parte, estaban también encantados. Tocó la segunda, la tercera, la cuarta, la quinta obra. Todas espléndidamente. Siempre con mucho aplauso, mucho. Yo tenía las manos rojas ya de tanto aplaudir.
Pero entonces llega el momento este. Empieza a tocar la Batalla, suenan los clarines y yo, claro, no me puedo contener. Es más fuerte que yo, ¿sabe? Me levanto y saludo con un gesto amplio al pueblo allí concentrado. Me giro para saludarles a todos y entonces le veo. Allí está al final de la nave central donde la puerta grande que sólo se abre en Semana Santa. El hijoputa de Geoffrey. Me sonríe con toda malicia el malvado y me grita: ¿Qué, padre, buscando esposa otra vez, se oye? ¿Y siguiendo sin suerte alguna? A lo mejor le podría echar una mano, ¿qué opina? Y se echa a reír, el muy cabrón. ¡Que le asen bien en el infierno! A mí, desde luego, no me hace nadie estas cosas sin castigo, menos aún Geoffrey. Doy dos pasos rápidos hacia el altar, cojo mi lanza, bueno, en realidad se trataba de uno de estos portavelas gigantes que teníamos en la iglesia, quito de un golpe la vela y la tiro a tierra. Ahora vas a ver, ¡malparido!, le grito y le enseño la punta afilada. Sabe, estos portavelas tienen una punta de acero nada despreciable. Para fijar bien las velas. Me meto la lanza bajo la axila, respiro y debajo del sonido bélico de la Batalla grito: ¡Para Judit! El mono ese me remeda y no para de reírse. Yo, hecho toda una furia ya, cojo la lanza más firmemente y me echo a correr gritando otra vez: ¡Para Judit! A media nave estoy ya a toda velocidad. Esta vez sí le mato, pienso, esta vez no hay remedio para él. Se morirá apuñalado por mi lanza como yo me morí de la suya. Oiría otra vez este sonido ¡Shlurp! y vería como su cara se volvería gris ceniza. ¡Mi triunfo! Ella me vería, se asustaría, pero al mismo tiempo su corazón se encendería del amor eterno que nos iba a unir. Se huiría a mis brazos y los dos saldríamos de la iglesia unidos. Dirección Inglaterra.
Bueno, ¿qué le digo? No funcionó. No sé qué me pasó, debo haber estado otra vez demasiado excitado. La cosa está en que tropecé con un pliegue de la alfombra que había puesto para adornar la iglesia para el concierto, salí volando mucho antes de haber llegado adonde estaba él y — mire, yo tampoco entiendo como puede haber pasado esto — al volver a la tierra me clavé la punta del portavelas en mi propio corazón.

—¿Y?
—¿Cómo que y? Pues, lo típico: ¡Shlurp!, mucha sangre, la última maldición cuando notas que ya está, que has estirado la pata y encima por ser torpe. Sangras más y más, se te van apagando las luces y de repente notas como cada vez eres más ligero. Dentro de dos momentos estás fuera ya, ves a tu cuerpo muerto digno de compasión si tanta sangre no te diera asco, te echas a llorar un poco y subes.
—Y ¿eso es todo? — Las palabras no querían salir de su boca. ¡Pero sí era fantástico! ¡Realmente no había sido un suicidio! Incluso sería difícil colocar esto debajo de Desgracias Diversas. No, no, éste era un caso para los especialistas de QQAA. Indudablemente. Una gran felicidad se extendió en el doctor devolviendo la vida a sus ojos, a sus brazos, a sus piernas. De repente notó pájaros gorjeando fuera en el jardín y sabía que dentro de cinco minutos ya estaría allí disfrutando plenamente de su existencia. Ya estaba. Ya no más, ya nunca más. Escribió las palabras ’A transferir a Quimeras Quijotescas y Alucinaciones Aberrantes’ en su bloc y lo subrayó primero una vez, luego otra vez, porque sí. Ni El siquiera se lo podría discutir.

Texto: Nil Thraby